Picotazos de historia
El sitio de Viena de 1683 (III): el enemigo a las puertas
El Emperador Leopoldo I había encargado la defensa de la ciudad a un militar experimentado, Ernst Rudinger von Starhemberg, que inmediatamente se puso manos a la obra. Se reforzaron las altas murallas de dieciséis metros de altura y se ordenó limpiar el foso, que medía algo más de seis metros de ancho. Las murallas contaban con bastiones –reducto fortificado que se proyecta desde las murallas, punto fuerte de la defensa que permite cubrir otros bastiones y obligar al enemigo a situar su artillería más lejos– y revellines –fortificación triangular frente a la muralla principal cuya función es dividir el ataque enemigo y cubrir con fuego cruzado el muro– pero no dejaban de ser unas defensas creadas para retrasar y detener a un enemigo mientras llegaba el Ejército que liberaría la ciudad. Starhemberg, aunque bien secundado por el alcalde y el vicepresidente del consejo de guerra se encontraba con varios problemas. El dinero era el primero: no había suficiente para abonar las pagas a las tropas.
Afortunadamente, la huida de la corte le había dejado con mando absoluto sobre la ciudad: todo el dinero, metal precioso y alimentos que se encontrara se consideraría «préstamo patriótico» –así el príncipe de Schwartzemberg tuvo que entregar cincuenta mil táleros y cien medidas de vino, por no poder sacarlos de la ciudad– y las iglesias entregarían los objetos de metal precioso para su fundición y acuñación. Problema solucionado. Vituallas: la huida de la mayor parte de la población permitió reunir grandes cantidades de alimentos que se pusieron a salvo en depósitos seguros. Lo mismo se hizo con la pólvora, asegurando una limitada capacidad de producción.
La guarnición se componía de once mil soldados más las milicias locales, que no habían tenido oportunidad de huir, y unos pocos cientos de voluntarios de las universidades. Asegurada la paga de los primeros y la alimentación de todos, durante meses, Starhemberg se mostraba confiado en poder aguantar el tiempo suficiente, hasta la llegada del Ejército imperial.
El 14 de julio de 1683 el Ejército turco se presentó ante la ciudad de Viena. El gran visir Kara Mustafá había reunido una gigantesca hueste de más de noventa mil hombres, a los que había que sumar los esclavos que cavarían fosos y trincheras, sirvientes de todo tipo... y que aumentaban las cifras de individuos hasta los 150.000 más los rebaños de ovejas, vacas y cabras para alimentar a la tropa, los rebaños de camellos, mulas y burros para el transporte, y la impresión sería de una ciudad en movimiento.
No habían traído los grandes cañones de sitio por la dificultad de su transporte, pero contaban con 150 cañones ligeros y veinte de calibre medio, que sumado a la habilidad de los ingenieros turcos en el minado de fortificaciones, se consideró suficiente para atravesar las murallas en un tiempo razonable.
El Gran Visir estableció su campamento en una llanura al oeste de Viena, mientras las tropas húngaras y tártaras saqueaban los alrededores de la ciudad, pero su puesto de mando estaba tiro de cañón desde la ciudad.