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Catalina II La Grande, zarina de Rusia

Catalina II La Grande, zarina de Rusia

Picotazos de historia

La peculiar amistad entre Catalina II de Rusia y el verdugo de Stettin

El ejecutor además de facilitar el tránsito de los condenados, había desarrollado un sistema para corregir ciertas descompesaciones físicas. Por ese motivo, la zarina fue a visitarle

Sofía Federica Augusta nació en Stettin (Pomerania Prusiana) el 2 de mayo de 1729 y pasaría a a la historia como Catalina II de Rusia o como Catalina la Grande; pero de niña solo fue la hija de un honorable militar, miembro de una de las centenares de casas principescas alemanas y de una intrigante con pretensiones que pertenecía al linaje de los Holstein-Gottorp, que tenían parentesco con la corona sueca y rusa. La niña se sentía fea, –su madre se lo señala continuamente–, con la nariz demasiado larga, el mentón puntiagudo y otros defectos que no se escapan a la crítica mirada de la princesa.

A los siete años el impétigo (infección de la piel muy común entre los niños pequeños) hizo que le rapasen la cabeza varias veces. Para complicarlo aún más una pleuresía le obligó a guardar cama durante meses y cuando, por fin, pudo abandonar el lecho su espalda se había torcido alterando la simetría de sus hombros y cadera.

La corrección de la postura de la zarina

Un día se presentó en el castillo de Stettin –la residencia de la familia y donde su padre era gobernador– un hombre de contextura pequeña, aspecto frágil y manos huesudas. Se trataba de Boris Engelhardt, el verdugo de Stettin y su comarca. Pero este individuo, además de facilitar el tránsito de los condenados, había desarrollado un sistema para corregir ciertas descompesaciones físicas. Por ese motivo estaba allí.

Engelhart hizo desnudar a la niña y estudió con detenimiento su espalda. Sacó un complicado corsé que enfundó a Sofía y, con mucho cuidado, retocó las fijaciones de las muchas correas que tenía. Cuando la pequeña intentó andar con el corsé puesto se desmayó de dolor.

Durante los siguientes cuatro años Engelhardt visitó a Sofía cada doce días. Se presentaba en el castillo y modificaba la posición de los cerrojos y pasadores. Con el paso del tiempo Sofía se acostumbró al incomodo corsé. Hizo de él una segunda piel y agradecía la visita del hombrecillo de siniestra fama que siempre se mostró considerado y amable con la niña. «¿Por qué se hizo verdugo?» Se atrevió a preguntarle un día. «Por que he de alimentar a mis hijos», fue su sencilla respuesta. Cada cierto tiempo hacía dibujos de la espalda de Sofía que reflejaban la evolución. Poco a poco empezó a notarse que los hombros se igualaban, que se enderezaba la torcida columna y se rellenaba el hueco que se había formado a un lado de la cadera.

Pasaron los años y el verdugo se jubiló de su triste oficio, pero seguía vigilando y dirigiendo la corrección de la espalda de Sofía. Un día llegó con una rosa en la mano. Con una ligera reverencia se la entregó a la niña y, sin decir palabra, le quitó el corsé. Lenta y meticulosamente midió las distancias. La simetría de ambos hombros, la altura de los extremos del hueso de la cadera. Terminado el examen, ordenó que se vistiera y, volviéndose hacía la institutriz de Sofía –la señorita Babet– dijo: «La pequeña ha crecido. Al fin camina erguida, derecha y firme, sabe a dónde ir y cómo hacerlo...Ya no necesita de mí».

La señorita Babet se mostró encantada y agradecida: «Gracias a usted por curar a la niña». A lo que el verdugo contestó: «Lo que hice no fue más que ajustar unos pocos huesos mal entrazados en el cuerpecito de una niña. Una cosa simple y placentera en la vida de un hombre como yo». «¿Qué quiere decir con 'un hombre como yo'? Usted ya no es el verdugo de Stettin», dijo Sofía, que había cogido verdadero afecto por el amable hombrecillo. «Pero lo he sido durante mucho años y eso es difícil de perdonar».

Muchos años después, esa niña, siendo autócrata de todas las Rusias y con el nombre de Catalina, redactó unas memorias que no pudo o no supo terminar. En el capítulo que narra los años con el corsé derrama un afecto, un tierno y profundo agradecimiento por la persona de Boris Engelhardt: una persona llena de habilidades y sensibilidad que fue afectuoso y comprensivo con una niña solitaria y que se vio obligado a ganarse la vida matando a gente porque tenía que dar de comer a sus hijos.

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