La Revolución portuguesa y la Transición española: dos caminos diferentes hacia la democracia
Mientras que en Portugal su «25 de abril» sigue alimentando un sentimiento de orgullo compartido por todos, en España no solo se cuestiona la Transición, sino que se pretende borrar lo que fue su gran espíritu articulador: la conciliación y el consenso
Hace ya bastantes años un conocido autor norteamericano, Samuel Huntington, escribió su famoso libro La tercera ola. En él incluía las transiciones portuguesa y española dentro de un proceso general de democratización que hundía sus raíces en los grandes cambios que el mundo occidental había experimentado desde los años sesenta. Por tanto, parecía que ambas transiciones habían tenido un mismo origen y un mismo fin: dejar atrás el autoritarismo y abrazar la democracia.
En esto, el politólogo norteamericano tenía toda la razón. Sin embargo, la forma tan diferente en la que se llevaron a cabo ambos procesos parecía dar más relevancia a las diferencias que a las semejanzas. Porque Portugal transitó a la democracia después de que un golpe de Estado militar pusiera fin a la dictadura. Es decir, lo hizo desde una idea de ruptura radical con su pasado autoritario. Esto incluyó un amplio proceso de depuraciones en el aparato del Estado y en muchas otras instituciones como la Universidad, en la idea de que la nueva democracia debía nacer sin ningún elemento contaminante del régimen anterior.
España lo hizo mediante un proceso de reforma, el famoso «de la ley a la ley», que parecía asumir el pasado autoritario como un proceso histórico finalizado. La democracia se vio como una nueva etapa que debía basarse en la inclusión. La idea de fondo fue que la nueva democracia fuera construida por todos y para todos los españoles. No se iban a pedir cuentas por el pasado porque, implícitamente, se asumió que la democracia suponía, de hecho, la culminación de una política real de conciliación nacional.
Lo que quería ponerse de manifiesto es que la democracia debía asumir un carácter positivo y abierto a todos
En modo alguno esto significó una voluntaria y consciente amnesia frente a la dictadura. Lo que quería ponerse de manifiesto es que la democracia debía asumir un carácter positivo y abierto a todos. En otras palabras: si la democracia debía ser para todos, carecía de sentido excluir de ella a quienes habían desarrollado actividades en el régimen autoritario por el mero hecho de haberlas realizado.
La idea de continuidad en la transición española fue posible gracias a la monarquía. Porque el rey aunó la legitimidad legal que venía del régimen anterior con la legitimidad de un reinado que, necesariamente, se iba a orientar a asegurar el cambio a la democracia. Por eso fue aceptado por todas las fuerzas políticas, incluido el Partido Comunista. En Portugal, la monarquía había desaparecido en 1910 y nunca más tuvo posibilidades reales de reinstaurarse. Por eso la jefatura del Estado, que hasta inicios de los años ochenta siempre fue ocupada por un militar, tuvo un papel más difuso en el proceso de transición.
El primer presidente del Portugal revolucionario, António de Spínola, tuvo que abandonar su cargo al oponerse al giro izquierdista que estaba asumiendo el proceso. Después, intentó liderar un confuso golpe de Estado que le obligó a salir del país. Su sucesor, el general Costa Gomes, apenas estuvo en el cargo dos años. En concreto hasta la victoria del general Ramalho Eanes en las elecciones presidenciales de 1976. Ramalho Eanes era ya un general prestigioso antes de la Revolución, a la que se unió consciente de que era el camino imprescindible para que Portugal edificara su democracia.
Contó con amplias simpatías entre los partidos de izquierda, lo que le permitió alcanzar un holgado 60 % de los votos en esas elecciones presidenciales de 1976, siendo reelegido para un nuevo mandato en 1980. Con Ramalho Eanes el proceso de transición entró en su fase definitiva de estabilización, convirtiéndose en una figura esencial para conseguir asentar el modelo pluripartidista y democrático que había sido cuestionado durante el primer año del Proceso Revolucionario en Curso.
En Portugal la transición se vio como la forma de conseguir lo que no se tenía: libertad; y no como un camino que podría poner en riesgo lo que ya se disfrutaba: un bienestar relativo
África es una diferencia esencial. Para España, sus ya limitadísimas posesiones coloniales eran más un problema que otra cosa. Por eso no tuvo muchos problemas en aceptar que la presión marroquí de la Marcha Verde era demasiada carga para iniciar el proceso de cambio político. Para Portugal las colonias africanas siempre fueron mucho más importantes que para España las suyas.
Tanto que la dictadura estuvo dispuesta a defender militarmente su dominio durante trece años. Las guerras africanas rompieron los equilibrios internos del país. Había radicalizado a las Fuerzas Armadas tanto en términos ideológicos como desde su consideración como estamento. Y había incidido en una creciente politización de la sociedad portuguesa en favor de corrientes de izquierda radicalizada. África congeló la dictadura y radicalizó al país. La salida militar y revolucionaria se comprende mucho mejor dentro de esta óptica.
Finalmente, cabe referirse al desarrollo como realidad y como ideal. Con todas las matizaciones que se quiera, el desarrollismo autoritario español había sido relativamente exitoso. Había transformado el país y había abierto la puerta a una modernidad de cierto bienestar. Por eso la transición se vio como la forma de conseguir lo que no se tenía: libertad; y no como un camino que podría poner en riesgo lo que ya se disfrutaba: un bienestar relativo. Solo una minoría pensaba en cambios de modelo social, político o económico.
En Portugal el desarrollismo real había sido muy tardío. Y sus resultados limitados. Por supuesto que el país se transformó de forma significativa, pero seguía siendo una sociedad muy alejada de los estándares de desarrollo europeos. Por tanto, no es extraño que muchos portugueses vieran en la Revolución una ventana de oportunidad hacia la utopía de una sociedad socialista. Una quimera soñada de igualdad de la que su realidad material de esos años distaba mucho.
Por eso la Revolución de los Claveles adoptó esa tendencia revolucionaria netamente izquierdista. Por lo menos hasta que la inmensa mayoría el pueblo portugués se pronunció en las urnas en favor de una revolución moderada. Las elecciones de 1976 significaron el triunfo del sueño democrático y liberal frente a la utopía revolucionaria izquierdista.
Ambas transiciones siguieron caminos distintos, pero con un mismo destino: construir dos democracias plenas, con acabados Estados de Derecho y altos estándares de bienestar. La gestión de ellos ya no es responsabilidad de quienes hicieron esas transiciones, sino de quienes desde entonces han gestionado las democracias. La diferencia es que mientras en Portugal su «25 de abril» sigue alimentando un sentimiento de orgullo compartido por todos, en España no solo se cuestiona la Transición, sino que se pretende borrar lo que fue su gran espíritu articulador: la conciliación y el consenso; es decir, la convivencia en paz, libertad y democracia. Por supuesto que solo lo hacen algunos, seguro que unos pocos. Pero, en todo caso, son demasiados.