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Gladiadores romanos con espadas de madera. Obra de Romanelli

Gladiadores romanos con espadas de madera. Obra de RomanelliMuseo del Prado

La lucha de gladiadores, un espectáculo con un color en gran parte «hispano»

Si bien en Roma el espectáculo más popular no era la lucha de gladiadores –ese puesto se reservaba a la carrera de carros– eran una apuesta segura de entretenimiento casi exigido por los habitantes de las ciudades

En una carta a un tal Valerio Máximo, Plinio el Joven, el sobrino del famoso naturalista muerto durante la erupción del Vesubio en el 79 d.C., escribía lo siguiente: «Has obrado correctamente al prometer un espectáculo de gladiadores a nuestro amado pueblo de Verona, por el que ya hace tiempo eres amado, admirado y honrado. De ahí era tu esposa, tan excelente y tan amada por ti, a cuya memoria debías ofrecer algún edificio público o algún espectáculo y especialmente este que es el más adecuado para una conmemoración fúnebre. Además, se os pedía con tanta unanimidad, que negarse no parecería una prueba de firmeza, sino de extrema dureza» (Plin. Ep. VI, 34).

De las palabras de Plinio se pueden extraer dos informaciones de peso acerca de los munera gladiatoria en el cambio del siglo I al II d.C.: que son espectáculos (munera, esto es, literalmente, «dones» o «regalos») especialmente propicios para una ofrenda fúnebre, pues su origen era precisamente ese, un combate ritual como ofrenda a un difunto; y que en aquel cambio de siglo se trataba de un espectáculo «pedido con unanimidad», en palabras de Plinio, esto es, casi exigido por los habitantes de las ciudades.

Como ahora ocurre con el fútbol, los juegos de gladiadores atraían importantísimas sumas de dinero (e importantes quiebras financieras), al contrario que las obras de beneficencia, como le escribía Plinio el Joven en otra epístola a un tal Pompeyo Saturnino: «yo no ofrecía sumas de dinero para juegos o espectáculos de gladiadores, sino contribuciones anuales para la manutención de niños libres» (Plin. Ep. I, 8), como señalando la rareza de su acción.

Si bien en Roma no era la lucha de gladiadores el espectáculo más popular, posición que correspondía de manera indiscutible a las carreras de carros llevadas a cabo en el Circo Máximo, en las ciudades de la Campania como Capua o Pompeya, epicentro de los munera gladiatoria, este era el deporte rey. Aun así, los gladiadores en Roma eran una apuesta segura.

Tal fama y riqueza podía llegar a reportarle a un hombre el combate gladiatorio que en no pocas ocasiones un personaje eminente llegaba a pisar la arena para luchar: en tiempos de Augusto, por ejemplo, «un caballero, distinguido en aquel entonces por su riqueza, combatió como gladiador», señalaba Dion Casio (LV, 33, 4); y qué decir de las acciones atribuidas al emperador Cómodo, quien según la Historia Augusta (Cómodo, v, 5) llegó a vivir junto a gladiadores en un ludus (el «cuartel», por así decir, de los gladiadores).

Es lógico pensar, por ende, que nombres de gladiadores famosos hayan llegado hasta nuestros días. Hay quien pensará aquí en el archiconocido gladiador tracio Espartaco, pero lo cierto es que su fama no se debió a la arena, sino a la rebelión: entre los años 73 y 71 a.C. lideró la llamada Tercera Guerra Servil contra el Estado romano, las última gran revuelta de esclavos de la historia de Roma.

Un caso de gladiador famoso por su desempeño en la arena fue el de Cástor, cuyo nombre era utilizado en época de Tiberio como sinónimo de brutalidad (Dión Casio, LVII, 14, 9). Para conocer, por su parte, el origen de los gladiadores, y salvando las escasas excepciones en que las fuentes literarias apuntan dicho dato, no cabe sino acudir a la epigrafía, y más concretamente la funeraria.

A este respecto, en los últimos meses se ha producido un auténtico aluvión de artículos periodísticos sobre gladiadores hispanos apoyados en un trabajo ya clásico llevado a cabo por el renombrado historiador del arte y arqueólogo Antonio García y Bellido allá por los años 60 del pasado siglo. Esto puede deberse a la sonada noticia que anunciaba la secuela que Ridley Scott estrenará en los próximos meses de la muy reprobable película Gladiator (2000).

Como siempre, los periodistas aprovechando el tirón… Pero la investigación sobre la epigrafía funeraria gladiatoria ha avanzado mucho en las últimas décadas. Una lástima que no recurrieran al trabajo de uno de los especialistas en el tema más renombrados tanto en ámbito español como internacional, Joaquín L. Gómez-Pantoja, cuyo fallecimiento sentimos hace unos pocos años quienes le conocimos.

Pollice Verso (1872), obra de Jean-Léon Gérôme

Pollice Verso (1872), obra de Jean-Léon GérômeJean-Léon Gérôme

En un interesante trabajo de 2006 titulado Entre Italia e Hispania: los gladiadores, Gómez-Pantoja señalaba que Colonia Patricia –esto es, la actual Córdoba– cuenta con «el más numeroso conjunto de epigrafía sepulcral gladiatoria del Occidente, excluyendo Roma y, quizá, Cartago». Esto quiere decir que nuestro conocimiento de los gladiadores romanos tiene un color en gran parte «hispano», con lo que, ¡oh paradoja de paradojas!, Ridley Scott no iba tan desencaminado al hacer de Máximo Décimo Meridio un hispano. Así, la epigrafía sepulcral nos descubre toda la vida de los gladiadores como un libro abierto, como la ficha técnica de un futbolista (quitando el fallecimiento, claro).

Como señaló Gómez-Pantoja: «Desde el punto de vista formulario, los epitafios hispanos siguen un esquema que admite mínimas variaciones en la clase y el orden de los datos. Primero, se expresa la armadura del difunto en una posición tan destacada y visible que constituye el rasgo más llamativo y característico del conjunto; sigue, luego, el nombre del difunto, generalmente 'simplex', aunque no faltan casos de uso de 'tria nomina'; a continuación se expresan los datos profesionales y biográficos: el 'ludus' o la lacinia de procedencia, la edad, el palmarés y la 'origo'. El epitafio termina con la mención de los dedicantes –generalmente mujeres e hijos o compañeros de la 'lacinia'– y las fórmulas sepulcrales habituales; sólo en un caso, el cierre del epitafio es un carmen [poesía] en senarios yámbicos, notable tanto por la rabia que destila como por la escasa precisión ortográfica con la que se escribió».

Dicho lo cual, ¿podría destacarse el nombre de algún gladiador hispano significativo? Uno que se ha utilizado indiscriminadamente en los artículos periodísticos de los últimos meses, con un palmarés difícil de mejorar, es M. Ulpius Aracinthus. Este retiarius «alcanzó el culmen de la carrera gladiatoria (palus primus) y, al parecer, combatió nueve veces en el 'ludus' imperial antes de morir», apuntaba Gómez-Pantoja. En el epitafio de Aracinthus puede leerse «D(is) M(anibus) / M(arco) Ulpio / Aracintho retia(rio) / Hispano p(alo) prim(o)». ¿Significa esto que Aracinthus era hispano? Lo cierto es que no.

El autor en el que nos apoyamos señaló que Hispanus «no es el etnónimo del gladiador, sino la referencia al 'ludus' de origen o al particular modus 'pugnandi' del difunto». Así, aunque otras razones son las que llevan a los especialistas a confiar en que Aracinthus era, efectivamente, hispano, ha de quedar claro que ello no es determinado por el término Hispanus, que indica el lugar en el que se ha entrenado el gladiador. Destacable es también el caso de un tal Probo, en cuyo epitafio puede leerse «natione Germa(nus)» y verse un palmarés que cuenta con la friolera de 99 combates.

Sin duda, y ya para concluir, puede ser interesante conocer cuántos gladiadores eran de origen hispano, y cuántas y cuán grandiosas fueron sus victorias en la arena (como la del fantasioso Máximo Décimo Meridio matando a Cómodo). Para quien escribe lo más interesante es, sin embargo, utilizar los datos obtenidos (como que de entre los nombres reconocibles de los epitafios cordubenses haya siete de origen oriental y cuatro de origen occidental) para poder entender, como lo hizo Joaquín L. Gómez-Pantoja, «que la combinación de esplendor económico y afición a la arena que se vivió en Hispania en el s. I d.C. trajeron a los anfiteatros y munera ibéricos a cuantos combatientes de palmarés destacado había disponibles en todas las regiones del Mediterráneo, de los que algunos murieron y fueron enterrados aquí».

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