Isabel II contra la prensa libre
Periódicos como El Mosquito, El Cascabel o Gil Blas iniciaron sus propias campañas. El gobierno, perdido el respeto, era objeto de duras sátiras y Narváez atacó a los periodistas y los medios con duras multas y prohibiciones
A principios de 1865 el ministro de Hacienda del gobierno de Narváez era Manuel García Barzanallana García de Frías. Como era habitual en la época, la Hacienda Pública pasaba por momentos de escasez de fondos y gran déficit. A este ministro se le ocurrió vender gran parte del patrimonio real, exceptuando joyas artísticas y palacios reales, quedándose el tesoro con tres cuartas partes y la reina Isabel II con el cuarto restante. Narváez resaltó en el Parlamento el gesto de generosidad de la monarca y la prensa gubernamental elogió sobremanera la actitud regia y lo agradeció con encendidos elogios. Todo iba bien. El ministro fue nombrado marqués y los ecos publicados eran, en general favorables.
El Gobierno actuó contra la prensa
En esa época los periódicos no eran independientes, pero sin depender de la publicidad institucional para vivir. Vendían ejemplares y, en algunos casos, recibían ayudas políticas. No había censura previa pero sí una limitación censitaria ya que se exigía un capital mínimo y, tras la Ley de 22 de marzo de 1837, una fianza al propietario que limitaba el acceso a publicar. Además, estableció una manera de censura que era el depósito previo de los ejemplares. El jefe político de la provincia autorizaría la distribución, tras comunicarlo al jurado que dictaminaría en el plazo de doce horas si era o no procedente. No obstante, se vivía una libertad de imprenta nunca conocida antes. En ese ambiente, algunos periodistas y políticos empezaron a atacar duramente a la reina y sus gobiernos. El 22 de diciembre de 1864 había aparecido en El Diario Español un artículo anónimo titulado ¡Misterio! Enseguida se supo que el autor era Juan Álvarez Lorenzana que lanzaba unas duras andanadas a la camarilla cortesana: Pavía, Narváez, los amantes de la reina, el padre Claret, sor Patrocinio. Seguía con una ácida crítica al infante Sebastián Gabriel que pedía dinero sin tasa al Tesoro. Y a los políticos oportunistas, muy abundantes también en esos años, como González Bravo, Corona y Rodríguez Rubí, que fundaron una llamada Caja de Imposiciones y Descuentos. Un ambiente, en fin, de pícaros y posibilistas, de crisis que anunciaba el fin de la monarquía y en eso estaba Lorenzana que después llegaría a ministro. El gobierno, sin capacidad para cambiar las cosas que iban mal, optó por actuar contra la prensa que lo contaba.
Tras la ley de Barzanallana, las críticas se silenciaron y se elevaron los elogios. Esto duró poco porque enseguida hubo mentes más claras que entendieron el fondo del asunto. El aldabonazo lo dio un artículo esencial en la historia del periodismo político español. El 25 de febrero de 1865 el periódico La Democracia publicaba El rasgo de Emilio Castelar. «Los periódicos reaccionarios de todos los matices nos han atronado los oídos en estos últimos días con la expansión de su ruidoso entusiasmo, de sus himnos pindáricos, verdadero delirium tremens de la adulación cortesana», escribía. Entendía Castelar que en los países constitucionales los bienes y rentas del rey estarían enumerados en la llamada lista civil. Los bienes que se habían vendido pertenecían a la nación, al menos desde la Constitución de 1812. La venta, de la que la reina se reservó su parte, era «un rasgo de atrevimiento contra las leyes». A lo que habría que sumar los bienes que anteriormente pasaron a manos de Godoy de manera fraudulenta. Concluía su largo y duro alegato con frases como esta: «Los pueblos no se gobiernan con el charlatanismo de los curanderos, o con los saltos mortales de los clowns, o con milagros y portentos de los embaucadores».
Narváez atacó a medios y periodistas
El gobierno llegó a uno de los puntos de ira política más grande que se puede alcanzar. Por supuesto, no consideraron que hubieran obrado mal y volcaron su furia contra los críticos. El ministro de Fomento Antonio Alcalá Galiano ordenó abrir expediente a Castelar como catedrático que era. El rector Montalbán se negó y fue cesado. La noche del 10 de abril, estudiantes y obreros salieron a protestar y la represión costó catorce muertos y más de cien heridos en la llamada noche de San Daniel.
Periódicos como El Mosquito, El Cascabel o Gil Blas iniciaron sus propias campañas. El gobierno, perdido el respeto, era objeto de duras sátiras y Narváez atacó a los periodistas y los medios con duras multas y prohibiciones. Y, contra la norma constitucional, procedió a regular la materia mediante reales decretos y excluyendo el debate parlamentario. Era ministro de Gobernación González Bravo, un hombre que se adaptaba a las circunstancias para tocar su cuota de poder. Había empezado en política, como tantos otros, como periodista en El Guirigay, donde con el seudónimo de Ibrahim Clarete insultaba a la reina regente. Es norma criticar lo que quieres alcanzar. Este oportunista ordenó destierros a Filipinas, palizas a los adversarios en centros policiales, traslado de causas al fueron militar donde los jueces eran más favorables a su criterio. También Alcalá Galiano había comenzado en la prensa. La revuelta había acabado con el gobierno pero no llevó estabilidad. O’Donnell, un hombre más centrado, no supo mantener el orden. La sublevación de sargentos y el asalto al cuartel de San Gil, siempre con la sombra de Prim que era el perejil de todas las conspiraciones, acabó en sangría y en un nuevo cambio de gobierno. Volvieron los González Bravo, Alcalá Galiano y Barzanallana al ministerio y se decretó la suspensión de la prensa, quizás pensaban que no había otros medios de informarse.
La imposición acaba en fracaso
En una época de espadones, acabaron siendo derrocados como la reina misma. Lo que vino después ya se conoce: una revolución sin ideas claras y una república donde caciquillos locales y comarcales se entretenía declarando guerras y reproduciendo en miniatura los grandes males de los gobiernos nacionales. La salvación de la patria es algo complejo, comprende a mucha gente y requiere trabajo y convencimiento. La imposición acaba en fracaso.