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19 de septiembre de 2024

'Los Reyes Católicos administrando justicia', óleo de Víctor Manzano

'Los Reyes Católicos administrando justicia', óleo de Víctor Manzano

Serie histórica (I)

La coronación de los Reyes Católicos: 550 años de una dramática encrucijada en la historia de España

En el centro de la situación, un rey debilitado, enfermo e irresoluto. Y dos princesas en torno a las cuales se iban consolidando sendos bandos inestables y cambiantes. Y sobre cuya legitimidad existían serias dudas

A principios de 1474 todo estaba por decidir en los inestables reinos de lo que pronto iba a ser España. En Aragón un anciano y quebrantado Juan II observaba con preocupación cómo su agresivo vecino del norte Luis XI de Francia se preparaba para ocupar definitivamente las comarcas catalanas del Rosellón y la Cerdaña, imprudentemente hipotecadas en 1462. Sus reinos recientemente pacificados podían volver a estallar en llamas en cualquier momento. Y su hijo y heredero Fernando se encontraba atado de pies y manos por el conflicto sucesorio de Castilla.

En Navarra ardía la guerra civil entre agramonteses y beamonteses, atizada por el siniestro rey de Francia Luis XI, que buscaba neutralizar la influencia de Aragón en el pequeño reino pirenaico.

En Castilla una tensa calma amenazaba con convertirse en conflicto en cualquier momento. Las intrigas y conspiraciones se sucedían sin tregua. Los bandos nobiliarios intentaban situarse de la manera más estratégica posible para aprovechar los inevitables acontecimientos que se esperaban. Los enfrentamientos y disturbios se sucedían ante la impotencia de un rey que hacía honor a su apodo. Una impotencia que se extendía a la esfera internacional y que despertaba la avidez de sus ambiciosos vecinos Portugal y Aragón.

La situación de la Iglesia no contribuía en absoluto a suscitar esperanzas. Reinaba en Roma el Papa Sixto IV de infausta memoria. Practicó el nepotismo con una desmesura hasta entonces desconocida. Nada menos que seis de sus sobrinos fueron designados cardenales. Otros cuatro recibieron jugosos e importantes cargos en la gobernación de la Iglesia. La desesperación ante el avance otomano le llevó a convocar una cruzada para la que era fundamental el concurso de los estados españoles, particularmente de Aragón, cuyas posesiones italianas se encontraban en serio peligro.

La Iglesia castellana también contribuía al desorden general. Sus principales dirigentes no se distinguían por su santidad, ni siquiera por su religiosidad. Los prelados más significativos habían sido designados entre las familias más conspicuas de la nobleza. Poco les distinguía de sus colegas laicos. Obispos y arzobispos se comportaban como señores feudales. No se privaban de participar en intrigas y banderías. La corrupción había llegado a tal nivel que los clérigos ejemplares, como Cisneros, rechazaban el nombramiento como obispos por considerarlo una grave amenaza para su condenación eterna.

Particularmente influyente era el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo de Acuña. Su posición como cabeza de la diócesis más rica de la cristiandad le aseguraba una plataforma de inusitada influencia. Una influencia que ejerció con considerables codicia y ambición. En 1474 se encontraba alineado en el partido de la joven princesa Isabel, envanecido de que su influencia no tardaría en ser decisiva en la corte de la futura soberana. Le esperaba un cruel desengaño.

La alta nobleza hacía gala de una soberbia y una arbitrariedad insoportables, mientras que muchos miembros de la baja eran poco más que salteadores de caminos. El Duque de Medina Sidonia y el Marqués de Cádiz se comportaban como auténticos virreyes librando en Andalucía una práctica guerra civil. En el conjunto del Reino, los Mendoza y los Pacheco encabezaban sendas facciones nobiliarias enfrentadas por muchas razones, pero sobre todo por su apoyo a una de las dos posibles herederas que se disputaban el trono de Castilla. Las poderosas órdenes militares, antaño ejemplo de servicio a la Iglesia y el Reino, se estaban convirtiendo también en instrumentos de las banderías.

¿Y el pueblo llano? Pues sufría, cada vez con menos paciencia, una situación de anarquía e inseguridad de la que era la víctima principal. Tanto en los campos como en las ciudades, la delincuencia campaba por sus respetos. Protegida a veces por la complicidad de nobles sin escrúpulos. Y agravada en muchos casos por el comportamiento escandaloso de conversos que utilizaban su riqueza y su conversión para adueñarse de los resortes de poder en los concejos castellanos.

En el centro de la situación, un rey debilitado, enfermo e irresoluto. Y dos princesas en torno a las cuales se iban consolidando sendos bandos inestables y cambiantes. Y sobre cuya legitimidad existían serias dudas. En el caso de Juana por las sospechas sobre su nacimiento. En el de Isabel como consecuencia de su matrimonio con un primo en segundo grado que no había obtenido la imprescindible dispensa papal.

Para más complicaciones, en el bando isabelino las cosas no estaban del todo claras. Las desavenencias entre los consejeros de los cónyuges sobre el futuro reparto del poder y de la autoridad, habían sembrado la discordia entre ambos.

En conclusión. Una situación endiablada en la que todo parecía posible. Menos mal que había algunas cabezas frías, capaces de analizar con claridad el presente y de pensar el futuro. Unas cabezas presididas por el Príncipe Fernando que dio, en aquellos difíciles momentos, pruebas de la genialidad política que iba a demostrar en el futuro. Lo veremos en la segunda parte del artículo.

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