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Utopía y atopía de la hispanidad: el proyecto de Confederación Hispánica de Francisco Antonio Zea

¿Por qué se hundió el Imperio español?

No ocurrió de manera repentina, sino que fue parte de un largo proceso histórico, que comienza con una guerra civil a principios del siglo XVIII y concluye con otra en el siglo XX

Aunque existe cierta polémica sobre la extensión e importancia histórica de los grandes imperios, nadie cuestiona que el español ha sido uno de los más relevantes y, sobre todo, el primer imperio verdaderamente global de la historia. De hecho, es sorprendente cómo un país relativamente poco poblado, pudo extender sus fronteras por prácticamente los cinco continentes, llegando a ocupar, en sus momentos de máxima extensión, la mayor parte de América y el Caribe y numerosos enclaves y territorios en Europa, África, Asia y Oceanía, especialmente en los años que duró la unión con Portugal.

España, pese a la sempiterna e interesada leyenda negra, fue también vanguardista y muy adelantada a su época en la gestión y administración de todos esos territorios, algunos de los cuales llegaron a ser más cosmopolitas, ricos e importantes que los propios peninsulares. Pero por una conjunción de factores el gran imperio acaba desmoronándose.

No ocurrió de manera repentina, sino que fue parte de un largo proceso histórico, que comienza con una guerra civil a principios del siglo XVIII y concluye con otra en el siglo XX. Por supuesto, las grandes potencias rivales sacarán máximo partido de estos conflictos internos, para desgarrar y hundir al otrora país hegemónico, pero también es cierto que la sucesión de guerras civiles, muchas veces enmarcadas en grandes conflictos europeos o internacionales, serán las causantes del hundimiento.

España, tras la anexión de Navarra a principios del siglo XVI apenas tendrá una guerra civil a nivel peninsular hasta 1701, más allá de episodios puntuales y de carácter regional, aunque no por ello exentos de gravedad, como las revueltas portuguesa o catalana. La primera especialmente dramática porque supuso la definitiva independencia de Portugal y la pérdida de sus vastos territorios ultramarinos para el reino de los Habsburgo en 1640, aunque España no la reconocería oficialmente hasta el tratado de Lisboa de 1668.

Eso no quiere decir que la corona hispana no estuviese implicada en múltiples conflictos o que perdiese valiosos territorios, en unos casos, como el de las siete provincias unidas, actual Países Bajos, en 1648, (la paz de Westfalia), en una larga guerra civil neerlandesa entre unionista apoyados por los tercios e independentistas apoyados por potencias rivales.

En otros casos, como el del Franco Condado, (que pasa a ser francés por la paz de Nimega de 1678), por un proceso de conquista y adhesión muy en contra de la mayoritaria voluntad de sus ciudadanos que resistieron al invasor hasta límites insospechados, para intentar seguir siendo ciudadanos españoles. Pero estos últimos fueron conflictos fuera del territorio peninsular. Sin embargo, con la muerte sin sucesor de Carlos II en 1700 se produce la primera gran guerra civil con participación internacional o más bien, con una amplísima participación europea.

En unos casos apoyando al candidato de Francia, Felipe de Anjou y en otras al de Austria, el archiduque Carlos. Las consecuencias, en cualquier caso, fueron devastadoras para la monarquía hispana. Sin entrar en la destrucción, muerte y exilio, que supuso una larga guerra de 13 años que dejaría exhausto al país y, por cierto, también, a la mayor parte de las potencias que participaron en el mismo. Los tratados de Utrech y de Rasttat (1713-1715) supusieron, además de la entrega de Menorca y Gibraltar al Reino Unido, la perdida de todos los territorios europeos.

La revolución francesa y ese monstruo que alumbra, encarnado en un corso bajito, pero con un ego y una ambición desmedida, convulsionará Europa y, en el caso español, supondrá el inicio de numerosas guerras civiles que se alargaran durante casi siglo y medio. La mal llamada guerra de la independencia, porque, como señala acertadamente la directora de la Real Academia de la Historia, Carmen Iglesias, «no se le debería llamar guerra de la independencia porque España no se independizo de nada, ni perdió la soberanía», tuvo, a mi juicio claros componentes de guerra civil en el marco de una guerra internacional, entre cierta aristocracia y las elites más ilustradas que apostaron por el reformismo de «pepe botella» y unas mayoritarias clases medias y bajas, que rechazaron a un monarca impuesto y sostenido por las tropas francesas y apostaron por el tradicionalismo que representaba un «deseado» a quien una vez en el poder pronto pasarían a apodar el «Rey felón».

Los seis años de guerra dejaron un país devastado, en parte también, por las tropelías de franceses por un lado y británicos por otro. Provocando además el exilio en masa de nuestra mejor intelectualidad, (los afrancesados) y supuso el pistoletazo de salida de las guerras de independencia americanas, con el decidido e inestimable apoyo, por cierto, de esos desleales aliados de Fernando VII, que fueron los británicos.

Y si la guerra peninsular, como denominan, más acertadamente, los ingleses a la guerra de 1808, tuvo algunos componentes, también de guerra civil. En estas guerras, ya si, de independencia, los componentes de conflicto interno son clarísimos. Entre otras cosas, porque peninsulares y americanos tenían básicamente los mismos derechos y eran muy mayoritariamente ciudadanos libres e igualmente súbditos de la corona española.

Se trata, pues, de una revuelta auspiciada fundamentalmente por el Reino Unido y dirigida por una clase criolla que, digámoslo claramente, no buscaba un mayor bienestar para el pueblo sino afianzar sus privilegios y ostentar mayor poder y riqueza. De hecho, los pueblos originarios, en su gran mayoría, fueron realistas y lucharon denodadamente contra los independentistas porque sabían que, si estos alcanzaban el poder, ni sus vidas ni sus haciendas serían respetadas, como si lo eran por la corona. Sus peores temores se vieron confirmados con la independencia.

En el virreinato de la Nueva España los indígenas pasaron de ser más de la mitad de la población a menos del 15 % actual y si en el siglo XVIII esos territorios tenían una renta per cápita mayor al de las colonias británicas de América, con la independencia entraran en un bucle de inestabilidad política, social y económica que en algunos casos se ha extendido hasta la actualidad.

Pero con ese Rey tan «deseado» no solo se perdieron la mayoría de los territorios americanos, sino que, con el cambio de la ley sálica, se provocarán otras tres sangrientas guerras civiles que se extenderán a lo largo del siglo XIX, las guerras carlistas. Dicha abolición fue positiva porque habilitaba que una mujer pudiese reinar, pero se hizo de manera muy tardía y sin llegar a ningún tipo de acuerdo con su hermano, el infante Carlos María Isidro.

El carlismo tendrá también influencia en la última de las guerras civiles, la de 1936 y estará en el origen de la falange y del movimiento nacional franquista.

Así, en 1939, Más de 40 años después de perder los últimos territorios asiáticos y americanos y tras casi siglo y medio de guerras civiles, una España empobrecida y recluida a su territorio peninsular, las islas y algunos pocos territorios africanos, se encontrará aislada y con un mínimo protagonismo a nivel internacional. Ha costado mucho esfuerzo volver a recuperar prestigio y cierto papel exterior. Por eso, cualquier discurso de carácter guerra-civilista debería ser rechazado tajantemente por la ciudadanía.