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Ejecución con guillotina

Ejecución con guillotina

El linchamiento y el arrastre o por qué España no necesitó la guillotina

El pueblo captó el mensaje, entendió que el intrigante o sospechoso de serlo debía ser castigado con dureza y no se quedó atrás a la hora de ejercer su propia justicia

Al hablar sobre la guillotina en España, a más de uno le vendrá a la cabeza aquel diálogo plasmado en El maestro de esgrima: «¿Va usted a poner la guillotina en la Puerta del Sol? —Pues sí, señor, la guillotina, ¡la guillotina!». No obstante, los españoles decimonónicos no necesitaron este invento francés para castigar a aquellos que quebrantaron las normas o desafiaron a la autoridad. La horca o el garrote fueron empleados por el Estado como instrumentos de ejecución. Además, la exhibición de ambos en plazas y vías públicas servía de ejemplo aleccionador para futuros delincuentes o traidores. El pueblo captó el mensaje, entendió que el intrigante o sospechoso de serlo debía ser castigado con dureza y no se quedó atrás a la hora de ejercer su propia justicia.

El linchamiento fue uno de esos caminos de los que la masa se valió para ejecutar sus penas. Nada más sencillo y brutal que, por ejemplo, acudir a una cárcel donde un indefenso reo cumplía pena por conspiración para restaurar al rey absoluto y lincharlo hasta la muerte. Esto es lo que le sucedió en 1821 al sacerdote Matías Vinuesa. Tras ser condenado a prisión por colaborar con Fernando VII para acabar con el régimen liberal, el pueblo de Madrid entendió que necesitaba un castigo más severo. Por ello, acudieron a la cárcel y asesinaron a golpes y martillazos al conocido como «Cura de Tamajón».

Horroroso asesinato de D. Matías Vinuesa. Grabado anónimo

Horroroso asesinato de D. Matías Vinuesa. Grabado anónimo

Dos años después, una vez repuesto en la plenitud de su poder, Fernando VII se cobró su venganza. El general Rafael del Riego, símbolo de la revolución que le había obligado a jurar la Constitución de 1812, fue capturado y ahorcado en la plaza de la Cebada. Sus captores, no contentos con esta ejecución pública, añadieron un elemento de escarnio más: Riego fue metido en un cesto y arrastrado por una mula hasta el patíbulo. Se incluía, así, el arrastre, un componente de este tipo de castigos públicos que no era nuevo.

Historiadores como José María Cardesín han trabajado sobre el significado y alcance de estas prácticas. En el caso del arrastre ya encontramos ejemplos de su uso en diferentes países durante el Antiguo Régimen, aunque quizás fue en la Guerra de la Independencia donde se generalizó en España.

Goya en sus Desastres de la guerra o Galdós en sus Episodios Nacionales, plasmaron gráficamente lo difundida que estaba esta práctica. Asociada a procesos revolucionarios, el conflicto que enfrentó a los españoles con las tropas de Napoleón tuvo, sin duda, características propias de una revolución. El pueblo ejercía su justicia ejemplarizante y, en su lucha contra el invasor, la mera sospecha de connivencia con el enemigo podía acabar con altos funcionarios civiles o militares linchados y sus cadáveres arrastrados por la ciudad.

No fueron pocos los que terminaron sus días de esa forma durante la guerra de 1808… y no serían los últimos. Durante la Primera Guerra Carlista (1833-1840), el fervor revolucionario se desató de nuevo en España. La retaguardia isabelina vio cómo más de un centenar de clérigos eran linchados en Madrid en julio de 1834 o en enero de 1836 en Barcelona, acusados de simpatizar con los carlistas. Las autoridades militares tampoco se libraron de este suplicio popular.

En 1835, el general Bassa trató de sofocar un levantamiento revolucionario en Barcelona. Fracasó y fue asesinado a tiros. Su cadáver, arrojado por una ventana y arrastrado por las calles, acabó siendo incinerado mientras la muchedumbre gritaba consignas liberales. Un año después, en el marco de la Revolución progresista de 1836, un general con pasado absolutista, Vicente Quesada, fue capturado cuando intentaba huir de Madrid, linchado por la multitud y descuartizado. Sus miembros se expusieron en centros de reunión de progresistas.

La turba arrastra el cuerpo del general Basa por las calles de Barcelona

La turba arrastra el cuerpo del general Bassa por las calles de Barcelona

No sólo el pueblo ejecutaba estas acciones. En 1837 fueron varios generales los que fueron asesinados por sus subordinados. Ese año los motines en el frente fueron frecuentes. Los soldados, hambrientos y escasos de munición y uniformes, empezaron a rebelarse contra sus superiores. El retraso en las pagas empezó a ser acuciante y muchos se negaron a entrar en combate si no cobraban. En una de estas revueltas fue herido un comandante y muerto su ayudante. En otra fue el general Rafael Ceballos Escalera quien fue linchado por sus tropas. Enviado a sustituir al general Espartero, Ceballos fue acusado falsamente de apropiarse del dinero de sus hombres. Estos, soliviantados por los rumores, actuaron brutalmente contra él hasta causarle la muerte.

El linchamiento y el arrastre del cuerpo fueron dos tormentos ejemplarizantes y llenos de simbolismo a los que el pueblo español recurrió en momentos de crisis revolucionaria. En palabras del historiador Daniel Aquillué, era una «forma de expresión política de la multitud», una suerte de «guillotina española» empleada por las masas populares para «inspirar temor en la monarquía isabelina y sus ministros».

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