La lucha entre Enrique III de Castilla y su tío que destruyó Gijón por un incendio en el siglo XIV
El rey volvió a sitiar la ciudad en julio de 1395. Contaba con artillería, lo que significaba una gran ventaja militar
Enrique III había nacido en 1379 y era hijo del rey de Castilla Juan I que murió en 1390. Llegó al trono con once años y estuvo sometido a un Consejo de Regencia hasta 1393. Para la Iglesia, los 14 años eran mayoría de edad. No obstante, era una edad muy temprana para tener la madurez suficiente como para llevar un reino. Por eso, en los primeros años tuvo muchos más enemigos en su bando que en el contrario. La ambición por el poder vuelve a los hombres lobos.
Todavía en 1390 el Consejo de Regencia reconocido en las Cortes de Burgos se consideraba continuador de la legitimidad dinástica y tutelaba al rey, pero era un órgano dividido y enfrentado, y contrario a los intereses de los parientes del rey.
Hay un importante personaje de la época que era Alfonso Enríquez que, con sus hermanos, bastardos de Enrique II que les permitió usar el apellido, eran condes de Noreña y Trastámara unos y duque de Benavente otro. Era, por lo tanto medio hermano del rey Juan I. Sus maniobras contra éste, motivaron que el rey le quitara todos sus territorios y lo encerrara en Gijón. Fue perdonado y los recuperó, pero siguió en su afán de conspirador y se le volvieron a confiscar los bienes. Juan I tuvo que luchar contra él, rendirlo en Gijón en 1383 y mandarlo preso a varias fortalezas.
El rey suprimió el señorío, convirtió los territorios en realengo e instauró el Principado de Asturias para su primogénito. No obstante, el conde recuperó la libertad y los bienes con la llegada del nuevo rey, pero no perdió su ambición desmedida y trató de restaurar su condado. Con sus hermanos el conde de Trastámara y el duque de Benavente, apoyados por la reina Leonor, trataron de situarse cerca del poder. Fue rechazado para formar parte del Consejo de Regencia. La unión de los hermanos se rompió pronto, pero el conde de Noreña mantuvo una actitud rebelde al rey.
En agosto de 1394, el rey Enrique III parte en uno de sus innumerables itinerarios hacia Asturias para someter al conde que había fortificado sus castillos de Gijón y Soto del Barco. Noreña intentó también tomar Oviedo, pero la población lo rechazó. El rey, al que la cólera le había aconsejado la venganza rápida, sabía que Gijón era una fortaleza difícil de tomar, en una península elevada que se unía a tierra por un estrecho istmo de arena y comenzó por rendir el castillo de San Martín en Soto.
Después puso sitio al enclave gijonés, bien fortificado y defendido. «Y mandola cercar por mar y por tierra, y estuvo sobre el lugar hasta que la tomó» nos cuenta Pedro López de Ayala en su Crónica de los reyes de Castilla don Pedro, don Enrique II, don Juan I y don Enrique III (Madrid 1780). Pero Gijón era muy difícil de tomar porque, además del emplazamiento, era fácil de abastecer y comunicar por barco. No era posible rendirla por hambre mientras tuviera esa posibilidad de salida.
Enrique III siguió la opinión de sus consejeros y pactó una tregua de seis meses y someter el asunto al arbitraje del rey de Francia Carlos VI, que no quiso entrar en el fondo y se excusó diciendo que carecía de conocimientos sobre los antecedentes. Noreña lo vio como una oportunidad y el rey volvió a sitiar la ciudad en julio de 1395. Contaba con artillería, lo que significaba una gran ventaja militar. Algunos defensores, temerosos del poder real, desertaron. El conde trataba de hacer llegar mercenarios para reforzar la ciudad, por lo que navegó a Francia dejando el mando en manos de su esposa Isabel. Pero el rey francés había dado órdenes a todos los puertos para que impidieran la salida de esos mercenarios.
Mes y medio llevaban de cerco cuando el rey mandó instalar una bombarda frente a la puerta. Los vecinos ya habían abandonado la villa situándose en Somió. Muchos defensores, al ver el cañón, decidieron desertar descolgándose de los adarves. Ante este hecho, la condesa Isabel optó por rendirse si el rey le entregaba a su hijo Enrique cogido como rehén en el castillo de San Martín. El rey accedió y la condesa, antes de embarcarse rumbo a la francesa Bayona, ordenó quemar lo que quedaba de fortaleza. El rey, al entrar, mandó aplanar las ruinas, poniendo fin a las revueltas trastamaristas en general y a las del conde Alfonso en particular.