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Historias de la historiaAntonio Pérez Henares

Sor Juana Inés de la Cruz, la bellísima poetisa y monja considerada la primera feminista de América

El recuerdo de su silenciada obra se fue perdiendo, hasta los inicios del siglo XX cuando se produjo su redescubrimiento y los más reputados intelectuales mexicanos se lanzaron a su rescate

Retrato de sor Juana Inés de la Cruz

Sor Juana Inés de la Cruz es una de las cimas líricas españolas pues tal condición tenía amen de serlo por sus antepasados, por haber nacido allí, en el virreinato de la Nueva España. Nieta de un gaditano de Sanlúcar de Barrameda, su querido abuelo Pedro; hija de una criolla, Isabel Ramírez y de un capitán nacido en España, Pedro Manuel de Asbaje, que a pesar de tener alguna otra hija con ella, no la desposó y Juana fue bautizada como «Hija de la Iglesia» según figura en su partida de nacimiento en la iglesia de San Vicente de Chimalhuacán, de 2 de diciembre de 1648.

Su niñez transcurrió en Nepantla, un hermoso pueblo mejicano cuajado de flores y bien cuidado por sus gentes. Las esquinas de sus calles están adornadas con azulejos que reproducen a su hija más querida. Porque en Nepantla quieren mucho a sor Juana Inés, hoy símbolo de la poesía mexicana y considerada una precursora de la revolución feminista.

En la hacienda de su abuelo Pedro Ramírez donde se crio ya fueron notorias sus muchas luces. Aprendió a leer a los tres años, hablaba el náhuatl, aprendido de sus amigos los niños indígenas, con la misma soltura que el castellano. Escritora precoz no tardó en ser conocida y ver publicadas sus primeras obritas. Esto la llevó a Ciudad de México y allí tuvo entrada en el palacio del virrey, Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera, como dama de compañía de su joven esposa, Leonor Carreto, de origen germánico, toda una belleza rubia, aficionada al lujo, las fiestas y la literatura. La amistad entre ambas se hizo pronto muy estrecha.

Juana Inés vivió aquellos años una vida mundana y exquisita en la que no le faltaron galanes y galanteos. No había quien no cayera rendido ante su hermosura pero pronto también le alcanzaron los desengaños, que quedaron perfectamente reflejados en sus versos: «Acuérdate, caballero, / de tus nobles juramentos / que lo que juró tu boca/ no lo desmientan tus hechos».

Sus hermosos sonetos reflejan a la perfección sus incidentes amorosos. En ellos se muestra enamorada y no correspondida y reflexiona sobre la contradicción en la que se ve metida entre dos pretendientes: uno, al que llama Fabio, que no la quiere, mientras que el otro, Silvio, a quien desdeña, la requiebra. «Por quien no me apetece ingrato / lloro / y al que me llora tierno, no apetezco».

La cosa acabó mal. Harta de que el tal Fabio no le hiciera caso se dejó querer por el tal Silvio, pero una vez seducida, fue peor aún que con el otro y en versos en verdad resentidos lo califica de «vil» y «mortífero veneno» y se desprecia a sí misma por haberlo amado: «Pues cuando considero lo que hice/ no sólo a ti, corrida, te aborrezco/ pero a mi por el tiempo que te quise».

Estatua de sor Juana Inés de la Cruz

Juana Inés salió escaldada de los hombres y a partir de entonces, descargó sobre sus engaños, embustes, falacias, dobles raseros y el trato que a la mujer dan y exigen de ella según su conveniencia . De ello brotaron sus versos quizás más conocidos y que son, con razón, un atinado y certero alegato feminista cuando el término ni siquiera estaba inventado. «Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón/sin ver que sois la ocasión/de lo mismo que culpáis» y que remata : «Queredlas cual las hacéis/ o hacedlas cual las buscáis».

Estos desengaños fueron sin duda uno de los detonantes de su decisión de coger los hábitos, y rebelarse además contra la tiranía masculina y las normas de la época no le permitieron acudir a la universidad, exclusiva para varones y a la cual llegó a asistir disfrazada de hombre. Todo ello la llevó a rechazar cualquier proposición matrimonial y al buscar en el convento lo que no podía encontrar fuera y así, tras un primer intento con las carmelitas, cuyos rigores no le convencieron, profesó en el convento jerónimo de la capital mexicana donde sus normas le permitían leer, estudiar, escribir, celebrar tertulia y recibir visitas, disponiendo de una celda de dos pisos y sirvientas. Allí ingreso en 1666, cumplidos los 18 años y aquel sería ya su hogar de por vida.

Convento en el que ingresó sor Juana Inés de la Cruz

Tal vez, tomar los hábitos fuera su particular manera –en cierto modo la única posible en aquel tiempo– de rebelarse contra esa tiranía masculina. Algo muy chocante para quien vivía y disfrutaba del palacio virreinal, rodeada de admiradores y lujo. Y poseedora de una singular belleza, pues era y los retratos lo atestiguan de una hermosura extraordinaria.

En el convento aprendió con enorme celeridad, se cuenta que en menos de 30 clases, el latín y se consagró al estudio y a la escritura, siendo cada vez más apreciada por ella. Era visitada con frecuencia por su amiga la virreina hasta que la desgracia se abatió sobre ella. Primero al ser cesado su esposo en el cargo y a nada al morir ella, Leonor, en el viaje cuando iba hacia Veracruz para emprender viaje de vuelta a España. Sor Juana Inés de la Cruz la despidió con un hermoso soneto De la beldad de Laura [seudónimo suyo] enamorados.

Su celebridad no dejaba de ir en ascenso y siguió siendo recibida en el palacio virreinal. Su estrella ascendería a la cúspide con la llegada de un nuevo virrey Tomas Antonio de la Cerda, hermano del duque y marqués de la Laguna, de 42 años y de su aún más joven esposa, la condesa de paredes, María Luisa Gonzaga Manrique de Lara, de 31, de quien se convertiría en amiga íntima, gran confidente y a la luz de sus versos, el verdadero y gran amor de su vida.

Que no se oculta aunque tiene sus límites. Para sor Juana Inés y para su adorada «Lysi» el sexo ni siquiera aparece como posibilidad en su mutua devoción que queda explícitamente reflejada en estos versos: «Ser mujer, ni estar ausente/ no es de amarte impedimento / pues sabes tú, que las almas / distancia ignoran y seso/reina de las flores eres/ pues el verano mendiga/ los claveles de tus labios/las rosas de tus mejillas».

Una maravillosa declaración de amor que además, sexo aparte, era plenamente correspondido. Muy libre y avanzadas ambas, y no digamos la monja, para sus tiempos. Pero no fue por ello por lo que la Iglesia comenzó a preocuparse y poner coto a sus expansiones sino por su libertad de pensamiento al tratar asuntos religiosos y sociales y entrar en polémica con algunos predicadores jesuitas. Comenzó un largo tira y afloja entre ambas partes, pero hasta el nuevo obispo se refrenaba en ir más lejos de alguna advertencia y la propia Inquisición se andaba con tiento, pues no era muy prudente meterse con la amiga de la virreina.

Protesta de la fe y renovación de los votos religiosos que hizo, y dejó escrita con su sangre la madre Juana Inés de la Cruz

Todo siguió más o menos tranquilo hasta que llegó el día, en 1686, en que los virreyes regresaron a España. Lysi llevaba con ella una selecta pero abundante recopilación manuscrita de la obra de su amiga y una vez en la corte procedió a publicar sus poemas en un libro. Fue un éxito inmediato. Tanto en España como en México. La fama de sor Juana Inés, aclamada no solo en los salones de la corte y la nobleza sino también por los más ilustres literatos del momento ascendió a su cenit. Y allí encontró su fin y su silencio.

Fue aquella enorme notoriedad la que acabo por romper el equilibrio con la jerarquía eclesiástica. Ahora, sin el apoyo virreinal, comenzó el asedio contra ella. Hubo amenaza de procesamiento por sus ideas y sus escritos. Ella replicó con una encendida defensa de su obra intelectual y del derecho de la mujer a la educación. Finalmente fue obligada a allanarse en la disputa y hacer penitencia asumiendo por escrito ser «yo, la peor del mundo».

Finalmente aceptó un pacto: ser dejada en paz en su retiro a cambio de avenirme al ostracismo literario. No escribiría más. Su voz calló, y lo hizo para siempre. Y también se silenció su obra. En sus últimos años de vida hay noticia de su cercanía a los más necesitados y en su muerte, acaecida en 1695 a causa de una epidemia terrible que se desato en la ciudad de México, ella no quiso dejar el cuidado de sus hermanas enfermas de la peste y acabó pereciendo a su lado. Tenía tan sólo 46 años.

Fue enterrada con solemnidad en el coro bajo del convento, con presencia del cabildo de la catedral y el propio arzobispo, al que dejo sus imágenes mientras que 180 volúmenes de obras selectas y muebles quedaron para su familia. El recuerdo de su silenciada obra se fue perdiendo, hasta los inicios del siglo XX cuando se produjo su redescubrimiento y los más reputados intelectuales mexicanos se lanzaron a su rescate. El gran escritor Octavio Paz fue uno de ellos y autor de estudios biográficos y literarios sobre su persona. Todo ello la convirtió en un referente esencial de la lírica y de la cultura del actual México. En un símbolo. La aparición en 1978 de la lápida con su nombre y sus restos se convirtió en un acontecimiento nacional.

A principio de este siglo pasé yo por allí en una ocasión y fui a rendirle homenaje, amén de a su lugar de nacimiento, a la iglesia de San Vicente de Chimalhuacán, donde fue bautizada. Y al ver su retrato, yo también me enamoré.