La primera almirante de la historia: Isabel de Barreto, bellísima, peligrosa y de voz cazallera
Realizó singladuras inauditas, navegó por el inmenso Pacífico, mandó toda una escuadra, se enfrentó a naufragios y terribles tempestades y logró regresar
La primera almirante de la Mar Océana, y no fue ayer por obra de Irene Montero, sino a finales del siglo XVI, fue una española. Una mujer, además, de extraordinaria belleza, peligrosa y dura, si era menester, y a la que según las crónicas sólo le afeaba una voz áspera, de cazallera total. Realizó singladuras inauditas, navegó por el inmenso Pacífico, mandó toda una escuadra, se enfrentó a naufragios y terribles tempestades y logró regresar. Se llamó Isabel de Barreto, pero ni han hecho ni harán sobre ella ni una serie ni una miserable película. Su pecado, el de siempre, ser española.
Se sabe que vino a nacer por el año de 1567, aunque hay dudas en donde, si en Pontevedra o en Lima. Tenía por línea paterna ilustres antepasados marinos y portugueses. Su abuelo fue gobernador de las Indias portuguesas y su padre, casado con la gallega Marina de Castro, también un ilustre capitán de sus flotas, Nuño Rodríguez de Barreto, quien fijó su residencia en Perú. Téngase en cuenta que por aquellos entones España y Portugal estaban unificados en la Corona e Imperio hispánico que dominaba los mares y donde no se ponía el sol, pudiendo circunnavegar el mundo recalando en sus propios puertos.
Fue un matrimonio sin duda prolífico, pues Isabel fue una de la docena de hijos que tuvieron, seis varones y seis mujeres. Isabel se crio en Lima y desde muy joven deslumbró por su belleza, pero asustó a más de un pretendiente por su fuerte carácter y dura voz. Así que tuvo que ser alguien curtido y cuajado quien la conquistara al fin. Este fue nada menos que el ya famoso explorador y marino, Álvaro de Mendaña, que acababa de regresar de un largo viaje por el Pacífico en compañía de otro gran explorador, Pedro Sarmiento de Gamboa. Habían descubierto mucho, entre otras las famosas islas Salomón, que creyeron muy ricas pero donde ni un gramo de oro se encontró.
Se prendó de Isabel y ella cayó conquistada esta vez. Ella tenia 19 años y el marino 44. A nadie le importó y menos que a nadie a Isabel. Lo que quería era navegar por los mares con él. Y eso hizo ya cuando volvió a un nuevo viaje por aquella inmensidad del Pacífico para poblar los lugares descubiertos en el anterior.
Con Medaña iba esta vez el muy reconocido piloto portugués Pedro Fernández de Quirós e Isabel fue ya decisiva pues fue su mediación la que convenció al virrey, el marques de Cañete, que se oponía, a autorizarlo al fin.
En la primavera de 1595 partieron del puerto de El Callao en cuatro naves, con 368 personas a bordo, en las que, amén de gentes de mar y armas, se encontraban pasajeros dispuestos a fundar una colonia y que viajaban con sus mujeres, una veintena larga, sus hijos y con sus esclavos también. Barreto, además de con su marido, el general al mando, lo hacía con tres de sus hermanos. Los barcos eran el San Gerónimo, la nave capitana, que fue el único en volver; el Santa Isabel, el San Felipe y el Santa Catalina, desaparecidos el 7 de septiembre y el 12 y 19 de diciembre de 1595.
La escuadra descubrió en su singladura las islas Marquesas así bautizadas en honor de Isabel pues su marido ostentaba ese título y por tanto marquesa era ella también. En su ruta hacia el oeste tocó alguna de las islas Cook y la de Tuvalu. Al costear la de Tinakula contemplaron volcanes en erupción y en su aguas se perdió la nave Santa Isabel. Mendaña tampoco acababa por dar con el rumbo correcto de la anterior ocasión y tras arribar a lo que creyeron las míticas Salomón, el propio marino comprendió que no era así y hubo de proseguir por el inmenso océano con cada vez mayor dificultad y cierta desesperación de la tripulación, en la que hacía ya mucha mella el agotamiento y la enfermedad, el escorbuto.
Finalmente consiguió llegar por fin a las Salomón, bautizando la isla de arribada como Santa Cruz donde se construyeron cabañas y Mendaña dio nombre a la ciudad, Santa Isabel, en honor a la santa, pero más bien a su propia mujer.
Rebelión a bordo
Pero en el paraíso –lo era y exuberante– no había nada de lo que buscaban, ni oro, ni tierras cultivables ni riqueza alguna. El desánimo cundió, la rebelión comenzaba a asomar y para empeorar aún más la situación una terrible oleada de malaria enfermó a muchos y muy gravemente a Mendaña, quien acabó por perder el control de sus tropas comenzando las violencias y los excesos de los soldados con los nativos, y murió el 18 de octubre de 1595. Las capitulaciones firmadas por él y su testamento contenían el nombramiento de «doña Isabel de Barrero, mi legítima esposa, gobernadora y heredera universal y señora del título del marquesado que del rey nuestro Señor, tengo». Dejaba el mando de los barcos bajo la autoridad del hermano mayor de Isabel, pero este murió a los pocos días también, de malaria o de un flechazo envenenado, no se sabe bien.
Fue cuando Isabel, dando pruebas de su carácter y entereza tomó ya por completo el mando, con harto disgusto del piloto Fernández de Quirós y del capitán que mandaba los soldados, Pedro Marine Manrique, enfrentados también entre ellos. Pero Barreto acabó por imponer su autoridad y Quirós, aunque la detestaba, acató su autoridad. Legalmente tenía los poderes y a la vuelta y ante el virrey y la justicia el no hacerlo podía traer graves consecuencias, pero aquello quedaba muy lejos y según el escribano al servicio del propio piloto fue el carácter y la fortaleza indomable de ella, aunque denostado y calificado de duro, atrabiliario y cruel con sus subordinados, el que consiga salvar la situación.
Acordaron finalmente todos en salir de donde estaban y poner rumbo a Filipinas. Pero era Quirós quien únicamente podía sacarlos de ahí, y ya en el mar, retornó la tentación y pretendió apoderarse del mando intentando convencer a varios capitanes. Fracasó de nuevo. La condena y ejecución en la horca a un marinero que se negaba a cumplir sus órdenes tuvo que ver con ello. De «déspota» y cruel la califican los partidarios de Quirós. ¿Pero siendo mujer y en aquel mundo y situación no era aquello lo único que podía hacer y no hubiera sido aquello incluso alabado si hubiera sido un hombre quien hubiese ejercido el poder?. La almirante Isabel de Barreto actuó como tal y se convirtió en la primera mujer en ostentar tal rango. Y mucho iba a tardar en haber otra en las marinas del mundo. De hecho no sé quien pudo ser la segunda en hacerlo, aunque ya las habrá.
Isabel de Barreto logró completar el viaje de vuelta, aunque perdiendo dos naves más, la San Felipe y la Santa Catalina. Tras cerca de 20.000 kilómetros, el San Gerónimo, tras diez meses de navegación con la tripulación diezmada por el escorbuto y otras enfermedades, pilotado por el extraordinario marino que fue Quirós, que eso es justo y necesario reconocer, llegó al puerto de Manila. Era el mes de febrero de 1596. Habían sido los primero en cruzar por el Océano Pacífico el hemisferio sur.
Un final de éxito
Isabel de Barreto fue recibida como una verdadera heroína y ofreciéndose grandes festejos en su honor. En la capital filipina encontró, además, nuevo marido. El sobrino del gobernador, Fernando de Castro, caballero de Santiago, quedó subyugado por ella y la solicitó de tal manera que al final no tardó en acceder. De hecho se casaron en mayo de aquel mismo año, apenas tres meses después de su llegada.
Un año después a bordo de su San Gerónimo se hicieron de nuevo a la mar y llegaron a Acapulco (México), pero tras una corta estancia y alguna visita incluso a España, donde se asentaron, de nuevo, fue en Perú, donde pusieron en marcha un suculento negocio de importación y venta de especias y sedas chinas, con lo que se hicieron con una importante fortuna. Está certificado también que de aquel matrimonio si tuvo descendencia, pero se desconoce el nombre de su hijo o hijos.
Se sabe que falleció joven, a la edad de 45 años, en 1612, el mismo año en que su marido había sido nombrado gobernador de Castrovirreina, cargo que ocuparía hasta 1620. Los resto de la primera almirante de los océanos fueron trasladados y enterrados, por mandato suyo, en el convento de Santa Clara de Lima, donde profesaba como monja una de sus su hermanas, Petronilla.