Cuando el otro Carlos V se disfrazó para entrar en España
A los pocos días de su desembarco, llegaron un contingente de oficiales carlistas que habían dejado en Portugal bajo la protección británica, los cuales contaron a sus monarcas sus desventuras y peligros
En 1830, el rey Fernando VII comenzó a hacer lo posible para que su hija Isabel II fuera su sucesora, apartando a su hermano Carlos María Isidro, que creía hasta el momento que la ley le amparaba en su camino al trono. Esta división dinástica se afianzó al ser cada candidato al trono el símbolo de dos ideologías políticas. Los carlistas o partidarios del infante defendieron la tradición y el Antiguo Régimen como marco para enfrentarse a los problemas de la Nación, mientras que los isabelinos –o partidarios de la sucesión femenina– optaron por un reformismo moderado, llamando en su apoyo a los liberales para reforzar su bandera.
A la muerte del rey en septiembre de 1833 estalló el conflicto civil llamado Primera Guerra Carlista (1833-1840). En esos momentos, el infante –proclamado como «Carlos V» por sus partidarios– y su familia se encontraba exiliado en Portugal. Contra todo pronóstico –ningún regimiento se había alzado por el pretendiente– el movimiento carlista creció y se consolidó en la zona norte de España.
Grandes gestas españolas
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Don Carlos y su séquito lograron salir de Portugal con la ayuda de la flota británica que les trasladó a Portsmouth el 16 de junio de 1834. Londres intentó que, a cambio de una pensión, renunciara a sus derechos, pero don Carlos se negó, preparando su secreta vuelta a España. A los pocos días de su desembarco, llegaron un contingente de oficiales carlistas que habían dejado en Portugal bajo la protección británica, los cuales contaron a sus monarcas sus desventuras y peligros.
También lograron llegar varias cartas del general Zumalacárregui, donde exponía a don Carlos la situación de su causa y la urgente necesidad de su presencia, lo cual le decidió a intentar la fuga de Inglaterra. Así, su fiel barón de los Valles fue encargado de adquirir dos pasaportes falsos, a nombre de Alonzo Saez y Tomás Sabout –«colonos de la isla de la Trinidad»– en Londres, donde procuró dejar pistas falsas a la policía británica y francesa.
El 22 de junio, don Carlos y su familia se trasladaron a Londres, donde trataron de disimular resignación. El día 1 de julio, tras la hora de su paseo habitual, don Carlos se ocultó en una casa de Cavendish Square, donde se afeitó el bigote y se tiñó el pelo. Después, con el barón de los Valles, fue a Brighton, embarcándose hacia Dieppe.
Mientras tanto, para disimular la ausencia del pretendiente, su familia anunció a su pequeña corte y servidores que don Carlos había regresado enfermo de su paseo, por lo que permanecería enfermo en su cuarto por el espacio de varios días. Tan sólo estuvieron en el secreto de la verdad un reducido grupo de personas, mientras sus gentilhombres continuaban turnándose en su puerta, haciendo la guardia, y los infantes guardaban silencio en casa para no molestar a su padre. Varios espías británicos y franceses enviaron a sus respectivos superiores la noticia de que el infante se hallaba enfermo de gravedad, por lo que esperaron ansiosamente la noticia de su muerte.
Mientras la España isabelina daba sus primeros pasos reformistas con el Estatuto Real y la convocatoria de Cortes, llegó a Madrid la sorprendente noticia de que don Carlos había cruzado la frontera franco-española el 9 de julio y se había presentado a sus fieles carlistas en Navarra.
¿Cómo había logrado entrar? Habían llegado a París el 4 de julio, donde se alojaron en casa de un amigo, el marqués de Lacroix. Tranquilos, con la seguridad del secreto en que se realizaba la expedición, hicieron un breve descanso en la capital francesa, donde, al atravesar en coche la plaza de la Bastilla, tuvieron que detenerse para dejar paso a la comitiva del rey burgués Luis Felipe de Orleáns.
Tanto el monarca liberal como su mujer e hijas saludaron a sus vecinos de paseo, lo que hizo que don Carlos exclamara: «Mi buen primo Orleáns está muy lejos de sospechar que atravieso sus estados sin su permiso y con propósito de desgarrar con las espadas de mis leales la Cuádruple», refiriéndose a la alianza entre Portugal, Francia, Gran Bretaña y la España isabelina.
Su viaje continuó, gracias a la ayuda de algunos legitimistas franceses, hasta llegar a la ciudad de Bayona, desde donde pasaron la frontera española el 9 de julio. A la mañana siguiente, don Carlos y su ayudante almorzaron en Arízcun donde acudieron varios vecinos del pueblo. Allí pudieron observar cómo los vascongados carlistas esperaban la llegada de su monarca con ansiedad. Continuaron su marcha discretamente hasta llegar a Elizondo, donde varios oficiales le reconocieron y no pudieron contener sus muestras de respeto y fidelidad. La noticia de la llegada de Carlos V se difundió por todas las provincias con la rapidez de un rayo, dando nuevos bríos a sus banderas. El 12 de julio, Zumalacárregui se entrevistó con su monarca, que pasó revista a varias tropas.
A pesar de que Madrid intentó disminuir la importancia de su entrada, poniéndose al frente de sus leales, señalando que «sólo era un faccioso más», el trono de Isabel II se tambaleó. Y es que Carlos V había hecho lo que no hicieron los reyes de Francia cuando la Vendée y Bretaña se sublevaron contra la República jacobina en 1793: presentarse, corriendo riesgos, junto a sus leales para ponerse a su frente en la lucha.
A partir de entonces, el carlismo no pudo ser presentado como un conjunto de partidas guerrilleras rebeldes sino como una opción dinástica e ideológica, por lo que comenzó el traslado a los territorios norteños de generales, consejeros de Estado, magistrados y empleados de la administración civil, afianzando la guerra civil.