Dinastías y poder
¿Por qué María Cristina de Habsburgo odiaba a Pepe Alcañices?
José Osorio y Silva, apodado «Pepe Alcañices», fue un hombre generoso y derrochador, de gustos aristocráticos y trato popular, se ocupó de la formación del joven heredero en cuestiones políticas y lúdicas
Fue el financiador de la Restauración. El soporte económico para el regreso a España de los Borbones en 1875. Gracias a él, Alfonso XII pudo ocupar el trono que había dejado su madre Isabel II tras la Gloriosa.
Hombre generoso y derrochador, de gustos aristocráticos y trato popular, se ocupó de la formación del joven heredero en cuestiones políticas y lúdicas. Le llevaba más de tres décadas, pero se convirtió en su compañero de jolgorios. Fue él quien le instruyó en los gustos sociales y festejos varios. Por eso María Cristina de Habsburgo no lo podía ni ver.
Ella, tan recta y responsable, le culpaba de las dificultades en su matrimonio. Incluso ya viuda no le perdonó el daño personal causado. Se trataba del duque de Sesto, el hombre al que debían el trono y a quien los enormes gastos de la Restauración forzaron a vender su Palacio de Cibeles, esquina Alcalá y paseo del Prado.
Aquel emblemático lugar, foco de la vida social y económica del último tercio del siglo XIX, lo ocupa hoy en día el Banco de España. Se decía que por el solar había recibido tres millones de pesetas.
José Osorio y Silva fue polémico casi desde su nacimiento en 1823. Quizá porque por sus venas corría la sangre de su bisabuela, la ilustrada condesa-duquesa de Benavente y Osuna, mecenas de Goya y primera mujer en dirigir una institución civil en la historia de España, la Junta de Damas de Honor y Mérito.
También porque cuando fue alcalde de Madrid, de la Villa y Corte, en 1858, creó los primeros urinarios públicos tratando de higienizar las calles de la capital y ofrecer un aspecto más parisino.
Aquello le valió las críticas de algunos diarios que no terminaban de entender la medida, aunque otros lo aplaudieron, «es causa de que con aplauso público vayan desapareciendo de los portales los receptáculos urinarios, focos de inmundicia y fetidez que daban un aspecto nauseabundo a la entrada de algunas casas, lo mismo que los comunes de vecindad que solía haber en el interior de las mismas» (El Clamor Público, 3 agosto 1858).
Su boda con una aristócrata rusa, Sofía Troubetzkoy, viuda del duque de Morny –medio hermano de Napoleón III– y de quien se decía era hija bastarda del zar Nicolás I de Rusia, fue lo más comentado en los circuitos aristocráticos.
El solterón duque de Sesto se había casado. Fenomenal la biografía escrita por Ana de Sagrera, Una rusa en España, se titula. Los veranos en Deauville, el juego, los velocípedos… Estuvo muy vinculado a la Unión Liberal de O´Donnel pero, sobre todo, a la causa de la Monarquía en la que volcó todos sus recursos. Se marchó de España en el mismo tren que el que la Familia Real cruzó la frontera en septiembre de 1868.
Fue él quien recogió en el Palacio Real muchas de las joyas y vestidos que Isabel II había dejado a causa de la precipitada marcha. También quien puso el ojo en un palacio a la venta en la avenida Kleber de París, propiedad del coleccionista de arte ruso Alexander Basilewsky y que pronto se convertiría en la residencia de la reina en la capital de Francia.
Pero el duque de Sesto, junto a Antonio Cánovas, también animó a la soberana exiliada a abdicar en su único hijo varón pues conocía bien el mal recuerdo que el reinado había dejado entre los españoles.
En junio de 1870, el joven Alfonso de Borbón se convertía en la baza principal para jugar las cartas de la Restauración. Y Alcañices volvió a poner su fortuna al servicio de la causa. «Alfonso, da la mano a Alcañices que te ha hecho rey», dicen que espetó la de los tristes destinos a su vástago.
Gentilhombre de Cámara, con ejercicio y servidumbre, se convirtió en uno de los personajes más influyentes en la Corte tras la proclamación de Alfonso XII.
Era el Jefe Superior de Palacio y nada se hacía sin su conocimiento y aprobación. Tampoco las salidas nocturnas se realizaban sin su beneplácito. María Cristina –que llegó a España en 1878– le apreciaba tan poco. Jamás soportó el dominio que ejercía sobre su marido. Y tampoco congeniaba con Benalúa.
Por eso, nada más convertirse en Regente aceptó gustosa la dimisión de Alcañices y nombro a su fiel marqués de Santa Cruz, Mayordomo Real. A Sesto no le perdonaba sus pasadas correrías con Alfonso.
El 1 de enero de 1910 los periódicos dinásticos abrían su edición con la muerte del duque. Fallecía en su caserón del Paseo de Recoletos que él mismo había ordenado construir como residencia de soltero décadas atrás.
Aunque hacía años que su poder en la Corte había desaparecido, era todavía un personaje popular. Con sus gruesas patillas, su levita y bastón de bola, la desaparición de Pepe Alcañices cerraba una época en Palacio. Llevaba doce años viudo y no había tenido hijos. El ducado de Alburquerque y los títulos asociados pasaron a uno de sus sobrinos, Miguel de Osorio y Martos, pero eran ya otros tiempos.