Grandes gestas de la Historia
La gesta de los combatientes fotógrafos de los Tercios de Requetés
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La Guerra Civil Española fue un conflicto pionero en muchos ámbitos. Entre ellos, el haber sido en su tiempo la contienda más ilustrada de la historia. Junto a la espectacular y profusa cartelería alcanzaron elevadas cotas de calidad magníficas fotografías, reflejo de la importancia del periodismo gráfico.
La zona leal al gobierno del Frente Popular controló todas las principales esferas de producción industrial centradas en Madrid y Barcelona.
Allí trabajaron reputados fotógrafos como Díez Casariego, Centelles, Serrano, Boix, Sandri o el archiconocido tándem Robert Cappa- Gerda Taro.
El destino de sus fotografías fueron las mejores revistas gráficas europeas y norteamericanas, simpatizantes de la causa republicana, que mostraron al mundo la contienda desde su bando.
Cientos de publicaciones las han estudiado. Sin embargo, apenas hay bibliografía sobre el bando sublevado. Es lógico. Sus zonas se situaron lejos de los medios de producción y para ellos en plena guerra, el aparato propagandístico era secundario.
Como ejemplo frente a las decenas de miles de carteles del bando republicano, los carteles del bando rebelde en la guerra no llegan a la centena.
Y en el mundo fotográfico, la desigualdad también fue flagrante. Por ello, en completa desventaja, el bando nacional tuvo que nutrirse mayoritariamente de trabajos de independientes con escasa o nula repercusión internacional.
Junto a los más conocidos Campúa, Deschamps, Skögler, E. Andrés, Pascual Marín o García de Jalón, existieron fotógrafos aficionados cuyas imágenes desaparecieron o permanecieron olvidadas en archivos familiares.
En esta tesitura adquirieron una especial singularidad los combatientes carlistas que, como cuentan Pablo Larraz Andía y Victor Sierra-Sesúmaga, llevaban la cámara en el macuto.
Título de su extraordinario libro La cámara en el macuto. Fotógrafos y combatientes en la Guerra Civil Española (La Esfera de los Libros), con prefacio de Luis Hernando de Larramendi y prólogo de Stanley Payne, que ha sido la principal fuente de estas líneas.
La aparición de la Leica, el revulsivo
Para estos combatientes aficionados a la fotografía fue capital la aparición de la cámara alemana Leica. Fue un revulsivo en el mundo de la fotografía de acción porque combinaba robustez, pequeña dimensión y poco peso.
Permitía 36 disparos sin recargar y era muy efectiva en los planos cortos, porque facilitaba fotografiar rostros en toda su plenitud y captar las escenas de acción con toda la emoción y dinamismo.
Gracias a ella algunos combatientes pudieron aunar la doble condición de fotógrafos y soldados. Carecían de los medios técnicos de los fotoperiodistas del bando republicano, lo que explica sus deficiencias, pero sus creaciones originales no sólo exhiben una calidad elevada, sino que sin montajes ni escenificaciones, son una de las aportaciones mas auténticas al estudio de la Guerra Civil.
La Guerra Civil: Cuarta Guerra carlista
Los últimos cruzados ha sido una clásica denominación para los tercios de requetés en la Guerra Civil porque la principal motivación por la que lucharon fue religiosa.
Acometieron la guerra no como apoyo a un golpe de Estado, sino como una lucha defensiva contra las agresiones a sus creencias y contra una República radicalizada y antiespañola que iba contra sus principios más sagrados. La mayoría eran navarros y vascos, pero también hubo catalanes, valencianos, aragoneses, andaluces y gallegos.
Pocos saben que, el carlismo considerando decadente la monarquía alfonsina, acogió bien la llegada de la República. Pero su violento devenir y la brutal persecución religiosa hizo tomar al requeté férreas posiciones en la defensa de los valores tradicionales.
Dios, Patria, Fueros y Rey habían sido las consignas entre las que habían nacido. Por ellas habían luchado sus abuelos y los padres de sus abuelos, con lo cual afrontar esta nueva guerra suponía un deber moral, casi ancestral, como lo había sido combatir en las tres lides del siglo anterior.
De ahí que se viera participar en la contienda a enormes grupos familiares, a niños de 15 y 16 años junto a abuelos de 70, familias enteras, juventudes completas de pueblos en un movimiento completamente espontáneo y popular más que militar.
«Llegaban de todas partes y por todos los caminos con el alma llena de fe, como una romería» —escribiría Valle Inclán. 60.000 voluntarios en 42 tercios, de los que 6000 nunca volvieron. Tuvieron una actuación decisiva desde el primer momento, en una guerra bien organizada en la que dieron el todo por el todo y que ellos considerarían su cuarta guerra carlista.
El papel de los requetés —a los que se les le debe la supervivencia de la bandera rojigualda—fue relevante en los primeros días del alzamiento, y crucial en algunas ofensivas como la del frente de Aragón donde sujetaron las columnas anarquistas, en Andalucía frenando a los mineros de Riotinto y participando en la toma de Málaga y Ronda.
Muchas de sus páginas han sido hoy olvidadas. Como la gran fiereza de los requetés del Alto Tajo que pudieron mantener la gran frontera de 100 kilómetros de frente sólo con sus fuerzas guerrilleras y unidades volantes, la valentía de los carlistas catalanes que, con posibilidades nulas de éxito, se sublevaron en Barcelona, quedando diezmado el valeroso tercio de Montserrat; la de los que formaron la quinta columna en Madrid; los que ayudaron al Socorro blanco; los mártires de Valencia o Tolosa, o la defensa de la posición de Codo en Belchite donde 180 requetés contuvieron el ataque de 15.000 hombres apoyados por 13 tanques rusos.
El retrato de guerra
El retrato de guerra fue un fenómeno que se dio en ambas retaguardias y que han analizado Pablo Larraz Andía y Víctor Sierra-Sesúmaga.
En la España de los años 30, el retrato era un lujo de las clases acomodadas. Las populares sólo se lo podían permitir en contadas ocasiones, cuando se deseaba un recuerdo perdurable: la primera comunión, la boda, el servicio militar…, y la guerra se convirtió en una de estas situaciones excepcionales.
El carlista posaba con una estética propia: uniforme o indumentaria limpia y en buenas condiciones; emblemas de milicia y graduación; boina, medallas y prendida al pecho la simbología religiosa —detente bala incluido—. En las casas, el retrato mantenía presente al hijo ausente, y era un recuerdo para compañeros, enfermeras y madrinas de guerra. También había posados familiares realizados junto a otros hermanos combatientes, o la esposa y los hijos.
Las fotos de campaña se realizaban en el mismo frente, con pequeños estudios improvisados. Pocos sonríen Por parejas o en grupo, aquellos jóvenes dejaron para la posteridad imágenes llenas de realismo, crudeza y humanidad.
Para el combatiente, el retrato de guerra adquirió un valor especial, porque podría tratarse de su última imagen en vida.
De hecho, para algunos sirvió para ilustrar recordatorios, esquelas o sus propias necrológicas en periódicos poniendo rostro a la tragedia. La estampa de guerra tenía además un carácter de raíz antropológica: la evidencia para la posteridad del deber cumplido, continuando la tradición familiar de sus ancestros en las guerras anteriores.
Artistas de trinchera
Junto a los retratos, tienen un ingente valor las imágenes del frente. Retratante y retratados comparten trinchera, sin filtros entre el artista y su objeto y el espectador consigue viajar «a las entrañas mismas de la guerra y de la naturaleza humana».
Que su única intención fuese fotografiar para ellos o su círculo próximo les confiere una espontaneidad singular y se centran en realidades cotidianas que un fotógrafo profesional ni se plantearía.
«Historias que, en su mayor parte, podrían intercambiarse con las del otro bando: cuadrillas de amigos alistados en el mismo pueblo, muchachos de quince años que empuñaban el fusil junto a sus hermanos, padres y parientes», analiza Pérez-Reverte.
En las fotos de los soldados asoman sentimientos de soledad, privaciones, nostalgia y padecimiento, pero también hay diversión, vitalidad juvenil, idealismo y entusiasmo.
La espontaneidad y veracidad es total porque quien los retrata es «uno de los suyos». El rancho, aseo y despioje, escenas de diversión y camaradería: bromas, juegos, o música en fiestas improvisadas.
Momentos de intimidad y reflexión: leer los periódicos ávidos de noticias de la retaguardia, escribir cartas a los allegados, las largas guardias nocturnas bajo las estrellas.
Una visión inusual de la Guerra Civil que se complementa con las imágenes reales de combate en las que «valoraron más el portar la cámara que empuñar el fusil». Las expresiones de los rostros de los combatientes son captadas por quien combate a su lado en la misma línea de fuego.
La muerte y la tragedia en la guerra son el pan de cada día, pero sus víctimas no son figurantes. Aquí se sabe quiénes son y cuál es la historia de los heridos y caídos. Tal vez por ello existe empatía y escasas tomas de cadáveres enemigos, en las que el respeto sobrecoge porque no hay rastro de odio.
Por su trascendencia e intensidad mística, entre todas las fotografías sobresalen las imágenes relativas a la fe y las prácticas religiosas de las unidades de combatientes: misas de campaña y escenas litúrgicas, momentos de oración en la intimidad, guardias junto a cruceros y retratos de voluntarios con abundante simbología católica prendida de su pecho.
Las fotografías son capaces de transmitir la auténtica emoción porque a estos fotógrafos carlistas les movía la misma fe y en sus jornadas de combate llevaban, junto a sus pertrechos militares y sus cámaras fotográficas, el lema del devocionario del requeté: «Ante Dios, nunca serás héroe anónimo».
Los seis fotógrafos requetés y la margarita
Larraz y Sierra-Sesúmaga han querido dar a estos fotógrafos el valor que merecen. Por ejemplo, a Sebastián Taberna que capta las primeras imágenes de la sublevación en Pamplona. Técnico excelente, domina la luz, encuadres y planos y un complejo proceso de revelado portátil en condiciones inverosímiles.
Su reportaje de mayor valor histórico es el del ataque y ocupación de la ciudad de Sigüenza. Deslumbran sus imágenes del asalto a la catedral y la rendición de los últimos defensores republicanos.
En primera línea, refleja la desolación de las calles, la destrucción del casco urbano, la retirada de heridos a hombros, el combate alrededor de la catedral y los efectos devastadores de la artillería, así como el penoso avance de columnas durante la batalla de Guadalajara.
Taberna plasma la vertiente humana de la guerra, el sufrimiento en la mirada de los heridos o de los prisioneros, soldados junto a los habitantes de pequeñas localidades rurales, tipos y oficios tradicionales. Escenarios desolados, suelos embarrados y atmósferas que recuerdan la vida de trincheras de la Primera Guerra Mundial.
Otro de estos artistas de la cámara fue Nicolás Ardanaz, Ceneque, que según García Serrano, físicamente recordaba al mismísimo General Zumalacárregui, presenta escenas intimistas, —escribiendo cartas a casa, limpieza del arma o centinelas solitarios oteando el horizonte y exhibe un tratamiento preciosista de la naturaleza: en la que, el fotógrafo-combatiente parece encontrar la presencia divina.
De sus escenas de combate, impacta la fuerza y realismo: artillería disparando entre cortinas de humo, voluntarios amartillando sus fusiles durante un tiroteo o la frenética actividad tras las trincheras durante un combate.
También capta ambientes que enfatizan el sentido religioso de la contienda con profunda espiritualidad. Momentos de recogimiento, absoluciones colectivas antes del combate, misas de campaña, requetés que hacen guardia junto a cruceros solitarios…
Perspectivas de cruces en cementerios de campaña, altares reconstruidos o improvisados, y cruceros caídos junto a soldados en actitud orante junto a paisajes sobrecogedores que parecen invitar a la oración.
De gran interés son sus reportajes sobre el Hospital Alfonso Carlos de Pamplona, una empresa colectiva singular de ilusión, esfuerzo y generosidad, que se financió gracias a las donaciones de pueblos y que aparece recogida en Entre el frente y la retaguardia: La sanidad en la Guerra Civil del propio Pablo Larraz.
Otro fotógrafo-combatiente, llamado El cojo de Hermua, presenta un gran valor histórico y etnográfico. Retrata hombres humildes que exhiben lo exiguo de su armamento y la precariedad de sus posiciones en un entorno agreste y húmedo. Toscas trincheras excavadas, parapetos de piedra, sacos y zoiek —tepes de tierra— con que fortificaron la línea alavesa conocida como el cinturón de barro.
Voluntarios que posaron con medallas religiosas, detentes bala, crucifijos y simbología carlista pendiendo de pechos y boinas, en una estampa casi barroca, que atestigua de forma inequívoca las convicciones por las que lucharon.
También fue muy valiosa la labor fotográfica de una mujer: Lola Baleztena, impulsora de asociaciones de margaritas y del Socorro Blanco.
Conduciendo su automóvil y portando su cámara, se desplazaba a los frentes de batalla y captó importantes acontecimientos de retaguardia: desfiles de niños tradicionalistas, entierros de caídos en combate, visitas a heridos en los hospitales o el paso de las Brigadas tras la Campaña del Norte.
El legado de los olvidados
«Salieron a la guerra como simples voluntarios, la vivieron en primera línea de combate, padeciendo sus horrores y sufrimientos en carne propia. Todos ellos tenían algo más en común: la afición por una disciplina artística todavía incipiente y, sobre todo, una lúcida inquietud juvenil que les indujo a llevar consigo a la guerra su cámara de fotos en el macuto… Buscaron recoger para la historia, a través del objetivo de su cámara, desde las mismas entrañas de la guerra, aquello que estaba aconteciendo ante sus ojos», cuenta Larraz.
La gesta de este grupo de fotógrafos fue su legado: el testimonio visual desde el lado de los requetés, los más olvidados y —junto a los divisionarios— tal vez los últimos románticos de la historia militar española.
Un contingente humano que luchó en el siglo XX en una guerra en defensa de su fe, al igual que habían hecho sus ancestros con un espíritu de entusiasmo y de sacrificio.
Fueron los protagonistas de parte de los episodios más heroicos de aquella dolorosa contienda, asumiendo por tradición y con honor, como dice uno de sus himnos, ser «las huestes guerreras de Dios».