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Simón Bolívar firmando el Decreto de Guerra a Muerte

El amargo desenlace de Simón Bolívar, «el Libertador» de Colombia

Cuando Bolívar, aspirante a dictador perpetuo, vio que los hombres que habían combatido a su lado lo iban abandonando, entró en una profunda decepción llena de amargura y rencor

La figura de Napoleón había dejado un largo rastro de admiradores en la América española. El sistema de imponer un modelo a sangre y fuego, destruir países, acabar con la juventud en las guerras y no admitir contrarios, llevaba inexorablemente al cesarismo. Pero hay personas que se creen providenciales para el desarrollo de la humanidad y el progreso de las gentes.

Para ello necesitan imponerse por la fuerza, cercenar la disidencia y, ante todo, mandar siempre porque en su idea está su persona y no creen que nadie pueda hacerlo mejor. En esto hay ambición material, desvío ideológico y patología psicológica. Este modo de entender la política conlleva la eliminación del adversario y el premio a la lealtad antes que cualquier otro mérito. Siempre hay decenas de voluntariosos arribistas en busca de su mejora personal y patrimonial.

Como en cualquier obra humana, su herencia tiene aspectos positivos en lo que crearon y en lo que destruyeron. Pero habría que reflexionar acerca de si era más que lo que arrasaron y si había otro método de evolución. Un debate interminable. Ese ejemplo de dictador fue el seguido por los padres de las patrias de América, empezando por el más importante de ellos: Bolívar.

Había absorbido las ideas liberales que iban a constituir el sustrato teórico en los que fundar su acción libertadora. Unas ideas que, convenientemente desarrolladas, iban a mejorar la sociedad. Que debían calar en el pueblo para que lo siguiera. Difundidas por las obras de autores europeos y norteamericanos y discutidas en las logias que servían de centros de comunicación y unión entre las élites promotoras de los cambios, enganche de revolucionarios.

Retrato de Simón Bolívar

Para cambiar el régimen y revertir adhesiones necesitaban, ante todo, la fuerza. Practicar la guerra a muerte para generar terror que llevara a la sumisión. Destruir al enemigo y confiscar sus bienes para así pagar las conversiones y los sacrificios. Dividir una sociedad pacificada, promoviendo a unos por encima de los otros.

La guerra es siempre destrucción y la paz tarda mucho en recuperarse de los errores. La guerra es, además cara; necesita medios que se pagaban mediante empréstitos que dejaron arruinada la región para el resto. Banqueros ingleses con altos intereses, concesiones mineras a precios irrisorios y por periodos larguísimos. Empresarios británicos llevándose el oro español de Argentina a cambio de bienes que habían dejado de fabricar por el alza de impuestos para sostener batallas, y de otros de los que carecían. Alemanes haciéndose con las fincas cafeteras de Guatemala, piratas italianos ascendidos a jefes de las nuevas Marinas, norteamericanos sustituyendo a los españoles expulsados…

Pero hay más. El sueño bolivariano de una América unida se enfrentó a las ansias de poder y riqueza de los que le secundaron, que prefirieron trocear los virreinatos y constituirse en sátrapas locales. Cuando Bolívar, aspirante a dictador perpetuo, vio que los hombres que habían combatido a su lado lo iban abandonando, convencido de que la lealtad es solo momentánea, sintiéndose traicionado por Mitre, por Santander que lo sustituyó en Nueva Granada y quizás solo sostenido por Sucre al que asesinaron los enemigos, entró en una profunda decepción llena de amargura y rencor.

Páez lo apartó en Venezuela, dándole la espuela a su concepción americana. Quiso abandonarlo todo y refugiarse en Europa para vivir de las rentas de su mina de plata arrendada a ingleses. Era el 17 de diciembre de 1830, tenía 47 años. Pretendía abandonar Colombia por el río Magdalena, pero estaba muy enfermo de tuberculosis. Resentido de salud y de moral, acabó en la quinta de Joaquín de Mier en Santa Marta. Lo hospedó un español que, por una paradoja del destino, no había renunciado a su posición y que fue respetado por los revolucionarios.

Un mes antes de morir, Bolívar escribió una carta al general J. J. Flores. En ella se muestra el hombre decepcionado con los suyos y con el rumbo que tomaron las cosas, que no era el que él trazó y decepcionado, al fin con líderes y pueblo. Es difícil concretar que se debe al resentimiento y que a la honradez intelectual. Pero las palabras son duros reproches lanzados como saetas.

Se lamenta que triunfaran las independencias parciales frente a su idea de un solo Estado. Escribía: «los pueblos son como los niños que luego tiran aquello por que han llorado». Y ataca a los líderes de segunda ocasión, surgidos al calor de la revolución y aprovechando el esfuerzo que nunca se atrevieron a iniciar, pero que lo acogen como riqueza caída: «todos ignorantes, sin capacidad alguna para administrar».

Y acaba con un párrafo que debe entenderse en la sinceridad de la muerte próxima y la displicencia del fracaso: «sabe que yo he mandado veinte años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos. 1°. La América es ingobernable para nosotros. 2°. El que sirve una revolución ara en el mar. 3°. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4°. Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. 5°. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. 6°. Si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos, primitivo, este sería el último período de la América». A veces la profecía es amarga.