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Antonio Pérez Henares
Historias de la historiaAntonio Pérez Henares

«Minaya» Álvar Fáñez, el héroe olvidado de la Reconquista que siempre fue leal al Cid y a su rey

Murió leal a su reina (Urraca), como leal había sido a su «hermano», Rodrigo. Junto a él —dice la leyenda— quiso ser enterrado, y así figura hoy en el monasterio de San Pedro de Cardeña

Actualizada 04:30

La Batalla de Sagrajas en una ilustración de Alfredo Roque Gameiro (1899)

La Batalla de Sagrajas en una ilustración de Alfredo Roque Gameiro (1899)

Desde Orbaneja del Castillo, a orillas del Ebro, la villa burgalesa donde nació, hasta la ciudad de Segovia, en la que murió a manos cristianas tras haber combatido durante 50 años a los musulmanes, la vida de Álvar Fáñez estuvo marcada por dos lealtades a las que siempre fue fiel: al rey de Castilla —fuera este Sancho II, Alfonso VI o Urraca— y a su «Anai», su, cada vez parece más, hermanastro Rodrigo Díaz, que así se dirigía a él: «mi anai», mi hermano, utilizando la palabra vascona que a ambos les era tan cercana y que acabó siendo su seña de identidad: Minaya. No le fue fácil cumplir con ambas, pero supo hacerlo, y a la postre pagó con su vida por mantenerlas.

Álvar y Rodrigo, jóvenes infanzones, entraron muy pronto al servicio de Fernando I de Castilla y de León, quien los armó caballeros en la iglesia de Santiago, apodada precisamente «de los Caballeros», de Zamora. A su muerte, y tras la división del reino, adquirieron rápidamente relevancia en la corte castellana de Sancho II. El de Vivar, como armigier (portaestandarte), y ambos fueron determinantes en las batallas contra su hermano Alfonso VI, que culminaron con su prisión tras derrotarlo en la de Golpejara.

Allí ya se pondrían en valor las dos esenciales características guerreras de cada uno: la capacidad de aguante y resistencia del uno y la osadía estratégica del otro. Álvar aguantó la embestida leonesa, que llegó a hacer prisionero a Sancho, y Rodrigo fue quien, en un inesperado y audaz contraataque, no solo liberó a su rey, sino que tomó prisionero a Alfonso.

Estatua de Álvar Fáñez

Estatua de Álvar Fáñez

Tras la traicionera muerte de Sancho ante las murallas de Zamora, ambos siguieron siendo relevantes, aunque en menor grado, en la corte de Alfonso, retornado de su exilio en Toledo, donde había estado al amparo de Al-Mamún, señor de toda la Marca Media musulmana, desde Talavera a Medinaceli y, por el sur, hasta allende del Guadiana.

Su ascenso en la escala social es también notorio, pues si Rodrigo casó con Jimena, hija del conde de Oviedo y nieta de Alfonso V de León, Álvar lo hizo con Elio, la hija del más poderoso y fiel vasallo del rey Alfonso VI, el conde Ansúrez. Esa cercanía al que fuera fundador de Valladolid hizo que la ligazón con el rey que había de nuevo unificado los reinos de León y Castilla fuera mucho más fuerte para el futuro que la de Rodrigo, aunque parece seguro que ambos siguieron participando juntos en no pocas correrías y enfrentamientos con los moros.

La algara, descrita de tan exacta y precisa manera en el primer libro del Cantar de Mio Cid, que narra la cabalgada de la mesnada al mando de Álvar por el valle del Henares, desde Castejón hasta Guadalajara, bien pudo formar parte de una de estas razzias compartidas, e incluso haber sido causa del primer exilio del Campeador, por haber atacado territorio toledano.

Sus vidas se separan luego en la historia, con Álvar cada vez más próximo a Alfonso y el Cid cada vez más enfrentado, pero su lealtad mutua y personal siempre estuvo por encima de ello y acabaría por hacerse leyenda, y después consagrarse en el Cantar de Mio Cid, el poema épico más hermoso del mundo y cuna literaria de la lengua española, ahora universal. En él, Álvar será la mano derecha, el amigo siempre leal, al lado de Rodrigo y enaltecido, aunque en papel secundario.

No fue así en otro romance de entonces, el de la conquista de Almería, en el que, al hablar de ellos y preguntarse quién sería primero o quién segundo, se viene a dejar en el aire que, tal vez, si la pregunta se les hiciera a ellos mismos, Álvar diría que Rodrigo, y Rodrigo, que Álvar.

“SIDI" retrata a Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, sobre su caballo. Obra de Augusto Ferrer-Dalmau

“SIDI" retrata a Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, sobre su caballo. Obra de Augusto Ferrer-Dalmau

Más allá de los cantares, la historia real reivindica la figura más opacada de Fáñez. Sobre todo tras los últimos documentos hallados —entre ellos, la biografía del último rey zirí de Granada, Al-Allah, su contemporáneo—, lo ponen en valor como el personaje más determinante y poderoso de toda la Extremadura castellana: el máximo mando castellano al frente de las tropas de la frontera y de sus temibles «pardos».

Álvar Fáñez aparece en los documentos de la cancillería como el primer alcaide del castillo de Zorita de los Canes, que Alfonso se hizo entregar por el nieto de Al-Mamún, y que era la llave de todo el Tajo en su tramo alto. Algo que es recogido con énfasis en el poema: «Minaya Álvar Fáñez, el que Zorita mandó», y que prueba la importancia de la impresionante fortaleza islámica construida con las piedras del palacio y la basílica de la ciudad visigoda de Recópolis.

Castillo de Zorita

Castillo de Zorita

Poco después, y mientras Rodrigo está en Zaragoza con su mesnada y capitaneando los ejércitos de sus reyes, los Banu Hud, Álvar se halla presente junto al rey castellano en la entrega de Toledo (1085), un hito decisivo y de gran simbolismo como capital que había sido del reino visigodo en la Reconquista.

Tras ello, Álvar fue nombrado primer alcaide cristiano de la ciudad, y es quien ocupó el alcázar de los Dhi-l-Nun, sobre el que se asentó después el actual. Puesto al mando de la nueva frontera, fue el encargado de tomar posesión de todas las grandes plazas de aquel reino de Toledo, y así lo ejecutó, haciéndoselas entregar y venciendo la escasa resistencia que se le opuso, en los casos de Alcalá y Guadalajara, en cuyo escudo figura entrando en una noche de luna llena por el torreón que conserva su nombre.

Tras llegar a «su» Zorita, hubo de cumplir otra misión: entronizar en Valencia al depuesto reyezuelo toledano, Al-Qádir, a quien impuso en la ciudad con la fuerza de las cuatrocientas lanzas castellanas, que se acantonaron en las afueras de la urbe, en el arrabal de Ruzafa.

La toma de Toledo provocó la llamada de las atemorizadas taifas hispanomusulmanas a los fanáticos y temibles almorávides, que habían creado un imperio rigorista en todo el Magreb, y que desembarcaron en la península. Para apoyar a su rey, Álvar dejó Valencia, lo que selló el final de Al-Qádir y propició que el Cid lograra, al cabo, tomarla para sí.

El rey Alfonso y Fáñez habían sido antes vencidos en Sagrajas, aunque la victoria no tuvo, por el momento, consecuencias territoriales. Álvar, convertido en «prínceps» toledano, era el encargado de defender un extenso territorio que traspasaba el Tajo y dominaba todas las tierras hasta Cuenca, entre ellas las fortificadas Huete y Uclés. «La tierra que fue de Álvar Fáñez», la llamarían las crónicas musulmanas.

Torreón de Alvar Fáñez

Torreón de Alvar FáñezAyuntamiento de Guadalajara

Estas cuentan también el temor y el respeto de los propios almorávides, que en una segunda venida a la península decidieron ya quedarse, y, tras acabar con quienes consideraban desviados e impíos reyezuelos —enviándolos encadenados al Sáhara, como hicieron con Al-Mutámid de Sevilla y Abd Allah de Granada, o asesinándolos, como a Al-Mutawákil de Badajoz—, se lanzaron contra la frontera, prestos a reconquistar la emblemática Toledo.

La caballería de Álvar, la más temida por los musulmanes —con permiso de la cidiana de Rodrigo, que ya le flanqueaba como señor de Valencia—, estaba compuesta por los curtidos «Pardos», fronteros castellanos acostumbrados a todas las penalidades y peligros, y los aún más terribles «Dawair»: tornadizos, tropas islámicas que, tras el asesinato de sus señores andalusíes o las ofensas que les infligían los almorávides, pasaron a combatir del lado cristiano.

Fue Álvar Fáñez quien, a pesar de las derrotas, logró salvar la línea del Tajo. Al lado del rey Alfonso, había tenido que ceder el campo en Sagrajas, pero peor fue lo de Uclés, donde el único hijo varón del rey, Sancho —hijo de la princesa árabe Zaida, de tan solo 12 años, «que sabía montar pero aún no tenía fuerza para defenderse»—, fue muerto junto a los siete condes castellanos, entre ellos su ayo y enemigo mortal del Cid, García Ordóñez, que murió heroicamente intentando protegerlo con su cuerpo. Álvar aún logró cruzar la sierra de Altomira, refugiarse en Zorita y salvar gran parte del ejército castellano.

La enemistad del Cid con García Ordóñez y la escasa sintonía con Álvar provenía de tiempos atrás: de asuntos en la corte, del incidente en Sevilla que acabó con el conde preso y humillado. Pero había tenido, unos años antes de Uclés, un colofón terrible y desdichado para Rodrigo. Amigado el Campeador de nuevo con Alfonso, envió en su apoyo a su hijo Diego, ya de 20 años, al mando de su mesnada junto al rey y Minaya.

Fue la batalla de Consuegra (1097), en la que las tropas cristianas fueron vencidas y hubieron de refugiarse en el castillo, y la tragedia se abatió sobre Rodrigo, porque en ella perdió a su primogénito y único varón.

Se achacó al conde Ordóñez —su tío Álvar el primero— el haber dejado desguarnecido el flanco de los cidianos y no haberle socorrido para ponerse a salvo él en cuanto las cosas comenzaron a ir mal dadas.

Los ataques almorávides se recrudecieron. El Cid aguantó hasta su muerte, pero tres años después Álvar hubo de llegarse a Valencia con el rey Alfonso para evacuar a su viuda, Jimena, y abandonar la ciudad ante la imposibilidad de defenderla. Después llegaría la peor derrota: la ya citada de Uclés, con la muerte del infante Sancho, de los siete condes y de más de la mitad de los efectivos de la caballería castellana.

Pero Uclés no rindió a Fáñez. Prosiguió tenaz su resistencia y devolvió golpe por golpe. Retomó Cuenca, que se había perdido —aunque a la postre volvió a serle arrebatada—, pero logró conservar Toledo ante el ataque más feroz del emir Ben Yusuf Tasufín (1108). Soportó diez días de asalto, y en un momento en que parecía que las defensas de la Puerta de Almoguera —tomado ya por los moros el castillo de San Servando— iban a sucumbir, una salida desesperada de Álvar al frente de sus mejores tropas contuvo a los asaltantes y quemó sus máquinas de guerra, haciéndoles retirarse.

Toledo había estado en un brete de volver a manos musulmanas, con lo que ello hubiera significado, y solo la tenacidad y capacidad para resistir de Álvar salvó a la ciudad símbolo.

Busto de Álvar Fáñez de Minaya en Guadalajara

Busto de Álvar Fáñez de Minaya en Guadalajara

Pero Álvar se había quedado solo y abandonado a su suerte en la frontera. La guerra interna había estallado entre los cristianos. Alfonso VI había muerto, y su hija Urraca había malcasado con Alfonso I de Aragón, el Batallador. Estalló el conflicto entre ellos, con el intento del aragonés de apoderarse de Castilla, y apareció, además, como tercero en discordia, el hijo de la reina con su anterior marido, Raimundo de Borgoña, que a la postre sería un día Alfonso VII el Emperador.

Álvar aguantó con sus Pardos y sus Dawair. Hubo días en que vio perdida la propia Zorita, pero al final la alcazaba resistió, como sucedió también en Talavera. Otros sí le tomaron Alcalá.

Era ya casi un anciano, pero la fortuna le tenía deparado un trágico sarcasmo final. Tras combatir medio siglo con los musulmanes, iba a ser en Segovia —y no iba a ser una cimitarra— quien acabara con él. Defendiendo, fiel a la palabra empeñada en el lecho de muerte de su rey, a su hija Urraca, a la salida de los oficios de la Pascua Mayor, fue atacado y muerto en Segovia por los partidarios de Alfonso I de Aragón.

Murió leal a su reina, como leal había sido a su «hermano», Rodrigo. Junto a él —dice la leyenda— quiso ser enterrado, y así figura hoy en el monasterio de San Pedro de Cardeña. Allí, junto a los sepulcros del Cid y de Jimena, en la cercana pared, está su lápida. La pueden ir a ver.

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