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Luis E. Íñigo

Las mentiras del nacionalismo

Las naciones no existen de forma natural; no son plantas, montañas o ríos. Son una creación humana. Se imaginan, se inventan y, desde luego, se construyen. No lo hacen, sin embargo, desde la nada; sus ladrillos son elementos como la geografía, la lengua, la historia o la cultura

Actualizada 04:30

Al contrario de lo que proclaman los nacionalistas, la nación es un constructo social reciente, artificial y contingente; un ente de perfiles difusos y en absoluto único en su capacidad de despertar el sentido de pertenencia de los individuos, que comparte con otros, desde religiones a partidos políticos, desde sindicatos a clubes deportivos. Las naciones no existen de forma natural; no son plantas, montañas o ríos. Son una creación humana. Se imaginan, se inventan y, desde luego, se construyen. No lo hacen, sin embargo, desde la nada; sus ladrillos son elementos como la geografía, la lengua, la historia o la cultura.

Pero tales elementos no explican por sí solos la existencia de la nación; esta es siempre el producto de la lectura subjetiva que de ellos, de suyo cambiantes y ambiguos, llevan a cabo las élites fundadoras, escogiendo únicamente los que encajan en su idea de nación y extirpando el resto de la memoria del pueblo. Las naciones no crean estados ni nacionalismos; es el nacionalismo el que, desde el Estado o contra el Estado, crea la nación.

El nacionalismo emergió en el período histórico delimitado por el tránsito del Antiguo Régimen a la sociedad liberal, a caballo entre los siglos XVIII y XIX. En aquellos años convulsos, los movimientos revolucionarios, en América y Europa, al derribar a los monarcas absolutos, habían eliminado la cruz y la sangre como fundamentos morales del Poder. La burguesía triunfante necesitaba ofrecer a las masas una nueva legitimidad, pues de lo contrario podían abrazar lealtades peligrosas que carcomieran el nuevo Estado liberal. La nación vino a resolver el problema. Pero para ello, sus gobernantes tuvieron que crearla o, al menos, transformarla, atribuyendo a un significante muy antiguo, pues la palabra lo era, un nuevo significado que hacía de ella el sujeto de la soberanía y la identificaba con el pueblo mismo.

Utilizaron para ello ingredientes diversos. Unos tuvieron que fabricarlos, pero otros estaban ahí desde hacía mucho tiempo. La mayoría de las monarquías europeas contaban con varios siglos de existencia y poseían fronteras definidas, un ejército permanente, códigos legales, instituciones comunes y un aparato administrativo más o menos denso. El sentido de pertenencia de las masas podía variar mucho, sobre todo en el caso de los estados más grandes y antiguos. Lo habitual es que fuera más intenso cerca de la corte y se fuera diluyendo hacia la periferia, y que la aristocracia y las clases dirigentes urbanas se sintieran más vinculadas al Estado que los campesinos y los menestrales. Además, sobrevivían en el seno del Estado instituciones representativas, como era el caso de los parlamentos en Francia, que las élites provinciales podían usar como trincheras en defensa de sus privilegios históricos.

Sin embargo, los gobiernos liberales encontraron nuevos y poderosos instrumentos de los que servirse para debilitar las resistencias de las élites tradicionales y nacionalizar a las masas. Fueron los más importantes y eficaces la extensión de la educación primaria a las capas más humildes de la población; la implantación del servicio militar obligatorio y la alfabetización de los reclutas; la invención de los símbolos nacionales, como la bandera y el himno; la difusión de una lectura conveniente del pasado a través de la literatura y el arte; la extensión del ferrocarril para unir entre sí las regiones en lo económico y en lo emocional; la unificación de los códigos legales, y la implantación efectiva de la Administración pública en las localidades más pequeñas.

A pesar de ello, en la mayoría de los estados europeos la conciencia nacional se desarrolló de forma lenta y desigual a lo largo del siglo XIX. Esto explica que, a mediados de la centuria, en el contexto de la revolución industrial y el auge del romanticismo historicista, en casi todos ellos se reprodujera un fenómeno novedoso. En ciertos territorios periféricos que habían conservado rasgos culturales propios, en especial cuando su desarrollo económico era superior al del resto del país, las burguesías emergentes dieron por fracasado el proyecto nacional compartido y lo abandonaron para impulsar uno propio o bien, si aquel no existía, lo promovieron.

Este nacionalismo, sin embargo, era del todo distinto al del Estado. Abrazando los presupuestos del romanticismo alemán, no nacía del Estado, sino contra el Estado; no era político, sino cultural; no hundía sus raíces en el consenso de las masas, sino en el espacio y en el tiempo, en lo más profundo de la tierra y lo más remoto de la historia. Su postulado fundamental era el denominado 'Principio de las nacionalidades', en virtud del cual toda comunidad étnica y cultural más o menos homogénea es una nación y posee por ello el derecho a convertirse en Estado.

Esta idea no tenía nada de liberal y menos aún de democrática; apelaba a lo irracional, lo telúrico, lo cultural, en modo alguno a una supuesta voluntad de la ciudadanía. Predicaba la existencia previa de la nación como un hecho dado, un dogma sin matices ni discrepancias, y justificaba en ella su derecho a poseer un Estado propio; podía, quizá, conformarse con menos a corto plazo, pero no renunciaría nunca a reclamarlo. Era, en realidad, una religión, no una ideología política. Y muchas veces tuvo éxito.

Alimentándose de las ideas de Herder, de Fichte y Hegel, el nacionalismo de raíces étnicas y culturales brotó por todas partes en una Europa de gran heterogeneidad en la que los nacionalismos estatales todavía no habían completado su trabajo. Sin haber triunfado aún del todo, la libertad, la igualdad, la fraternidad y la unidad e indivisibilidad de la República, los principios esenciales que habían dado forma a los estados liberales, se verían pronto obligados a enfrentarse a un enemigo poderoso que cuestionaba aquellos principios y podía hacer saltar por los aires el mapa del continente. Tales ideas alimentaron muchos conflictos; unos, entre estados; otros, en el interior de ellos. El nacionalismo cultural no derribaba muros, los levantaba. Como bien sabemos los españoles, todavía los levanta.

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de Educación.
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