Fundado en 1910
La reina Isabel II quiere que Camilla use el título de reina consorte

Isabel II, 70 años en el trono: todos los secretos de una Reina por accidente

Su reinado se ha convertido este domingo en el más largo de la historia británica, pero no lo celebrará con actos públicos, permanecerá recluida en Sandringham recordando a su marido y a su padre

Isabel II, la Reina de los récords, alcanza este domingo un nuevo hito: 70 años en el trono, el reinado británico de mayor duración. Este lunes habrá salvas de cañones en Londres para señalar el aniversario y en junio se programarán cuatro días de festejos nacionales en su honor en el Reino Unido y en toda la Commonwealth (o lo que quede de ella). Pero hoy la magnífica Isabel II, de 95 años, no hará nada especial en público para destacar la efeméride. Pasará el día en su inmensa finca de Sandringham, en Norfolk, al Este Inglaterra, un enorme y hermoso latifundio de 8.100 hectáreas, propiedad personal suya.

En ese palacio campestre murieron su abuelo, Jorge V, y su padre, el improbable Rey Jorge VI, que llegó al trono por la abdicación de su controvertido hermano, Eduardo VIII, empecinado en casarse con una estadounidense doblemente divorciada y de controvertidas simpatías filonazis. Para Isabel II la jornada de este domingo será de reflexión, recuerdo y balance privado. También de emociones, aunque ella sea una inglesa a la vieja y sabia usanza, que observa siempre la contención sentimental. Es el primer aniversario de la ascensión al trono sin su marido, el Duque de Edimburgo, al que algún día llamó «mi roca». También evocará a su querido padre, Bertie en familia, el Rey tartamudo Jorge VI, cuya muerte a los 56 años, con una salud destrozada por el tabaco, la convirtió en Reina cuando era una joven princesa de 25 años que se encontraba de viaje en África.

Reina de rebote, cuando vino al mundo no estaba llamada al trono. Pero el tiempo ha demostrado que había nacido para él

Un muro de prudencia para no meter la zueca. Cierta lejanía para conservar una atractiva aureola de misterio. Sentido del deber absoluto y un gran saber estar, cimentado en miles de horas vuelo público. Ese es el cóctel del éxito de Isabel II, que ha logrado convertirse en una Reina de leyenda, con serie de televisión incluida, en una época en la que los monarcas se han quedado –por fortuna– en un atributo decorativo y acaso moderador. Reina de rebote, cuando vino al mundo no estaba llamada al trono. Pero el tiempo ha demostrado que había nacido para él.

Recepción con la anciana Isabel II en un jardín palaciego. Un invitado escucha abochornado cómo su móvil comienza a sonar delante de la Reina. «Debería usted responder. Debe ser alguien muy importante», le comenta la soberana con perfecto y zumbón humor inglés. Nadie tiene tantas tablas como esta maestra del arte de no equivocarse. Año 2009, el piloto Hamilton es nombrado Miembro del Imperio Británico y acude a la comida de gala en Buckingham. Se sienta a la izquierda de la Reina y comienza a monopolizarla con su verborrea. «No, no –lo frena ella con una sonrisa–, ahora usted hablará con quien tiene a su izquierda y en el siguiente plato, yo hablaré con usted». Protocolo y distancia, incluso con los héroes ingleses del volante (refugiados fiscalmente en Mónaco).

Imagen de la coronación de la Reina Isabel II

Imagen de la coronación de la Reina Isabel IIEFE

Nació el 21 de abril de 1926, solo dos años después del estreno de la primera película del cine sonoro. En el trono desde 1952, esta nonagenaria admirable e impávida los ha visto desfilar a todos: de Churchill a Obama, Trump y Biden, de Nikita Kruschev a JFK, de Thatcher a Boris. Todo es puro récord en la andadura de Isabel II, una estadista a la que se atribuye una fortuna personal de más de 500 millones de euros (amén de los bienes de la Corona, de los que es titular formal vitalicia, como los 5.300 cisnes del país, o los dos maravillosos Rubens colgados en Buckingham, en obras de rehabilitación tras lustros de descuido, que dejaron un cableado antidiluviano y hasta alguna gotera). Elizabeth Alexandra Mary, Lilibeth en el seno de su hogar, pues así se llamaba a sí misma de niña, es la mujer más fotografiada de la historia. De ella se sabe todo… y en realidad, casi nada. Isabel II es un secreto transparente.

De ella se sabe todo… y en realidad, casi nada. Isabel II es un secreto transparente

Fue una joven guapa, de ojos azules y 1,63 de talla, que ha devenido en una anciana de asombrosa salud de hierro hasta los últimos tiempos, en que han llegado los inevitables achaques. En toda su vida no ha cambiado de peinado, de bolso, ni apenas de hábitos. Le gusta conducir, se desempeña con internet y adora a las palomas, perros y caballos, especialmente cuando los de su cuadra ganan un buen torneo ecuestre. Desayuna muy temprano leyendo un periódico hípico y a su respetabilísima edad todavía montaba alguna vez en poni hasta hace muy poco por los jardines de Windsor, su predilecto entre sus palacios.

Los Reyes Jorge VI e Isabel de Inglaterra (en el centro), junto a sus hijas, las entonces Princesas Isabel y Margarita

Los Reyes Jorge VI e Isabel de Inglaterra (en el centro), junto a sus hijas, las entonces Princesas Isabel y MargaritaEFE

«Es más de ponis que de filósofos», resume el gran periodista Andrew Marr, uno de sus biógrafos. Viste con colores chillones, «porque para ser creída tengo que ser vista». Es una cristiana de fe profunda, a la antigua, que en cada Navidad y en cada oficio religioso deja claras con orgullo sus creencias y la importancia de las mismas como supuesto pilar de la nación (con poco éxito, pues hoy paradójicamente el Reino Unido es uno de lo pueblos más descreídos del planeta, con solo un 27 % de la población británica que dice creer en Dios). En 2020, el año de la sacudida de la pandemia, la Reina logró cuotas de audiencia televisiva que últimamente se le escapaban. Su discurso de abril sobre la crisis sanitaria lo vieron 24 millones de británicos y el de Navidad fue el más seguido en 18 años. La popularidad de la Reina se situó por las nubes en el año de la peste, con un COVID-19 que vapuleó a un Reino Unido que inicialmente infravaloró la amenaza por sueños nacionalistas de excepcionalidad. Según YouGov, la principal firma demoscópica del país, es la figura más valorada de la Familia Real, con un 83 % de aprobación y solo un 12 % de rechazo, seguida por su nieto Guillermo, con un 80 % de aprobados y un 15 % que lo suspende. El farolillo rojo lo ostentan Meghan Markle, con un 59 % de rechazo, y el Príncipe Andrés, que paga la grimosa sombra de su relación con el pedófilo Epstein y solo recibe el aprobado del 7 % del público, que además desea que sea extraditado a Estados Unidos.

Durante su inagotable reinado se ha dedicado a recorrer con una rutina tenaz las ciudades olvidadas de todo el Reino Unido (encabeza cinco recepciones por semana y ya nonagenaria seguía atendiendo antes de la covid a más de 300 compromisos anuales). Se patea cada semana la otra Gran Bretaña, la alejada del brillo plutocrático de Londres. Un mundo de más lluvia que glamour, donde inaugura oficinas de correos, bibliotecas, acude a funciones benéficas, visita hospitales y parques de bomberos, o descorre placas de monumentos menores. Está siempre ahí, con su paraguas transparente de la casa Fulton, pensado para que su pueblo la vea bien («¿Quién se fija en una Reina de beige?»). Solo viste moda británica, casi siempre en colores chillones para no pasar desapercibida. Jamás ha concedido una entrevista. Pero ha estado en todas partes. La Reina Victoria, la emperatriz que dominó el mundo, nunca salió de Europa. Su tataranieta ha completado 265 viajes oficiales.

Sentido del deber, laboriosidad, discreción a rajatabla. Son las máximas de una mujer que nació en una era donde simplemente «uno cumple con su deber». Una Inglaterra que cuando fue coronada en Westminster, el 2 de junio de 1953, todavía mantenía la cartilla de racionamiento para la caña de azúcar y donde solo el 15 % de los hogares poseían nevera. En el año de su ascenso al trono, la llamada «Gran Niebla de Londres» opacó la capital durante cinco días debido a la sucia combustión de las calefacciones de carbón. El país estaba exhausto por el esfuerzo bélico.

Su reacción al Brexit

Su otra divisa es la neutralidad estricta, como obliga el mandato de la Constitución no escrita británica. Por eso le incomodó tanto la indiscreción de Cameron tras el referéndum escocés de 2014, cuando el premier aireó que ella había «ronroneado de placer» al comunicarle que había ganado el «sí» a la Unión. A diferencia de lo sucedido en la consulta escocesa, cuando a la salida de una misa dejó caer una frase que se leyó como un claro apoyo a la Unión, su posición sobre el Brexit nunca ha trascendido explícitamente. Durante la campaña de la consulta europea de 2016, Palacio presentó una insólita queja formal contra el tabloide de Murdoch, The Sun, por haberla presentado en portada como partidaria del Leave. Unos meses antes, había ofrecido un discurso apoyando el concepto de una Europa unida, pero de una manera muy genérica.

Se sabe que el primer ministro con el que más congenió fue el laborista Harold Wilson, y que Thatcher se le atragantaba

El bando brexitero ha dado por descontado que está con ellos, pero no está claro. Tampoco dónde tiene su corazón político. Se sabe que el primer ministro con el que más congenió fue el laborista Harold Wilson y que Margaret Thatcher se le atragantaba. A la hora de conceder los grandes honores reales, como las órdenes de la Jarretera, el Cardo y los Compañeros de Honor, durante su reinado ha primado a los tories sobre los laboristas en una proporción de 5 a 1, pero también es cierto que han sido los que más tiempo han gobernado. La Reina, que es parca pero muy larga, nunca le ha perdonado a Blair la celada que le tendió en las horas de conmoción nacional tras el choque mortal de Lady Di, cuando el premier contrapuso a la que apodó «la princesa del pueblo» con una supuesta frialdad de la Reina ante su muerte. Hasta este año no le ha concedido a Blair los honores con los que se distingue a los grandes estadistas británicos.

La muerte de Lady Di

La Familia Real británica, tras la boda del Príncipe Carlos y Diana de Gales

La Familia Real británica, tras la boda del Príncipe Carlos y Diana de Gales© Radialpress (GTRES)

La popularidad de Isabel II ha ido subiendo sorpresivamente desde el Jubileo de 2012, cuando mostró una insólita vis cómica del ganchete de James Bond para el vídeo olímpico del cineasta Danny Boyle. Ha remontado muchos problemas: debates sobre su fiscalidad, divorcios en La Familia; parrandas de hijos y nietos, aventadas al minuto por la implacable prensa amarilla inglesa; el portazo de Harry y Meghan; las pequeñas polémicas, pero de eco mundial, que ha generado la exitosa serie The crown; los graves escándalos sexuales de príncipe Andrés... Pero sobre todo superó la sonada controversia que generó su frío en público tras la muerte de Diana. Cuando su hijo se casó con ella, la Reina lo celebró en privado con un «es una de los nuestros». Pero la relación se tornó gélida. Se cuenta que cuando le informaron de que Lady Di había sufrido un accidente en París su primer comentario fue práctico y tremendamente desapegado: «¡Pero cómo! ¿Nadie había repasado los frenos del coche?». Mientras el pueblo lloraba frente a Buckingham por su Princesa rubia de portada de revista, la adusta soberana no permitió que la bandera ondease en el palacio por estar ella ausente y decidió permanecer en su castillo de Balmoral, en Escocia. Blair la convenció para que retornase con urgencia a Londres y se dirigiese al país por televisión para mostrar su dolor «como Reina y como abuela».

Isabel II ha tenido que hacer de tripas corazón muchas veces. En nombre de la paz, ha chocado la mano de políticos norirlandeses de notorio pasado sangriento en el IRA, el grupo terrorista que hizo pedazos con una bomba en 1979 a Lord Mountbatten –pariente y preceptor de su hijo Carlos– y a tantos de sus súbditos. La Reina definió 1992 como su annus horribilis. Fue el año en que se separaron sus hijos Carlos y Andrés, se filtró en The Sun su discurso navideño y las llamas devoraron su querido castillo de Windsor, donde la resguardaron de niña durante los momentos más duros del Blitz de Hitler.

La Reina ha dado consejo, y sobre todo ha escuchado, a catorce primeros ministros, empezando por Churchill, que la hacía sufrir por su empecinamiento en seguir en el cargo cuando la biología ya no lo secundaba. Con el sentido del humor un poco ácido que la caracteriza, cuentan que cuando la Dama de Hierro se mareó en una audiencia, los que estaban junto a la Reina la oyeron decir: «Vaya, ya se está cayendo otra vez». El premier tory John Major resumió así la importancia de las audiencias semanales con ella: «Algunos pensamientos que no puedes compartir ni con tu Gobierno, en un momento dado sí los puedes compartir con la Reina. Yo lo hice». Cameron concordaba: «Con ella puedes pensar en voz alta. Tiene un gran conocimiento, y no solo de lo que pasa ahora, sino también de lo que ha pasado antes».

Hoy solo el 17 % de los británicos se reclaman republicanos y dos tercios creen que la monarquía está haciendo un buen trabajo. Tras un secular y a veces sangriento proceso de prueba-error, en el que comprobaron que una experiencia republicana como la de Cromwell podía devenir en dictadura, se dieron cuenta de que la monarquía parlamentaria era el traje perfecto para un país siempre peculiar, que se ha ido tejiendo secularmente mediante la cesión mutua y la negociación sinuosa.

«Primero veo a la Reina»

¿Pero quién es realmente Isabel II? ¿Por qué ha logrado triunfar desde una aparente inacción? ¿Cómo está amueblada su cabeza? Andrés, que pasa por ser su debilidad personal y que hoy es su hijo peor valorado y su mayor desvelo, asegura que «lo ve y lo sabe todo» y «en ningún momento deja de ser Reina». Poco antes de iniciar su errática fase Meghan, al príncipe Harry le preguntaron si cuando está con Isabel II veía a la Reina o a su abuela. No dudó: «Primero veo a la Reina». Los amigos de la soberana concuerdan: «Jamás, en ningún momento, deja de ser la Reina». El anterior arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, destapa que «en privado es enormemente divertida». Políticos que la han tratado hablan de una mujer muy tímida, con un alto sentido del deber y la autodisciplina.

Sus detractores lamentan que el famoso «sentido del deber» de Isabel II «consiste en no tener personalidad». Su éxito radicaría en «no hacer nada». Cierta izquierda le busca las cosquillas: «Los historiadores tendrán que batallar mucho para encontrar algo glorioso en su era», señala mordaz la comentarista Polly Toynbee en The Guardian. Pero para un monarca constitucional ese comentario tal vez suponga una paradójica forma de elogio. Cada día dedica tres horas a leer documentos oficiales, que va archivando en sus famosas cajas rojas tras visarlos. Una rutina que seguramente cobra su único sentido en el hecho de que la ejecuta ella, Su Majestad. La tarea sostenida en el tiempo, el deber continuado, acaba nutriendo el alma de la institución, amén de la legitimidad que otorga el peso de la historia.

Vestía unos vaqueros cuando le comunicaron que su padre había muerto. Nunca más vestiría unos jeans en público.

Hoy, cuando se ha convertido en sinónimo de Reina y es la de mayor permanencia en el trono, resulta curioso recordar que Isabel no estaba llamada a la corona. Lo muestra el hecho de que nació por una cesárea en un piso de Mayfair, en el 17 de Bruton Street, primogénita de los Duques de York. La abdicación de su tío, el snob Eduardo VIII, cambió su destino. Tenía once años cuando su padre fue coronado y supo que ese sería también su sino, como de hecho acabó ocurriéndole a los 25 años. Estaba en Kenia y vestía unos vaqueros cuando le comunicaron que su padre, Jorge VI, había muerto. Nunca más vestiría unos jeans en público.

Reina por un regate del azar, siempre ha considerado el trono como un regalo de Dios, y en su concepción del mundo no se puede abdicar de un don así. Todos los especialistas británicos concuerdan en que seguirá en su puesto hasta el final, que puede ser lejano, pues su simpática madre falleció a los 102 años (manteniéndose fiel hasta el ocaso a su tonificante refrigerio de gin). Cuando las fuerzas le fallen, que inevitablemente ocurrirá, se cree que el Príncipe Carlos, el hombre de la perpetua espera, podría ser nombrado regente.

La Reina Isabel II y su marido, el Duque de Edimburgo

La Reina Isabel II y su marido, el Duque de Edimburgo, su «roca». La Reina viste con colores chillones, «porque para ser creída tengo que ser vista», sostieneGTRES

Isabel II es una enamorada de los corgis, perros pastores paticortos, más antiguos y británicos que ella misma. Ha tenido treinta a lo largo de su vida. Es significativo de su forma de pensar que los alimenta por orden. Primero los mayores, por supuesto, y al final los jóvenes. Todo es siempre así: orden, respeto, deber. Su larguísimo reinado de récord la ha llevado a desarrollar tretas curiosas. Por ejemplo se dice que mueve su bolso con un código secreto de señales, con el que alerta a su séquito cuando toca liberarla de un pelmazo que quiere monopolizarla en una audiencia. Es una mujer que se cuida: bebe, pero nunca más de una copa al día.

Sorpresas intramuros

Tras los muros de palacio hay sorpresas. Aunque la Reina comparte entre los empleados de Buckingham el apodo de Springsteen (The Boss), en familia, en ese círculo doméstico que ellos mismos llaman The Firm (la empresa), quien ejercía de jefe era su marido, el tantas veces metepatas Felipe, «mi sustento», al que adoraba. Cuentan también que la Reina es una excelente imitadora. Su sentido del humor, más inglés que la cerveza templada, está bien acreditado. En una exposición de desnudos demoledores del pintor Lucien Freud, le preguntaron si había sido retratada por el maestro alguna vez: «Sí. Pero no exactamente así», respondió. El ya fallecido actor Roger Moore, el más relamido de los James Bond, le planteó en una audiencia en Buckingham la duda de por qué transitaba por el interior del palacio con bolso: «Está es una casa bastante grande, ¿sabe?». Cierto: 770 estancias. A veces su reino no es de este mundo. Es sonado que en 2002 preguntó en una audiencia al virtuoso de la guitarra Eric Clapton si llevaba mucho tiempo en lo suyo.

La actriz Helen Mirren, republicana declarada, ganó el Oscar de 2006 convirtiéndose en el clon perfecto de Isabel II. Cuando recogió la estatuilla clavó otra vez el retrato: «Durante más de 50 años, Elizabeth Windsor ha mantenido su dignidad, su sentido del deber y su estilo de peinado. Tiene los pies plantados en el suelo, su bolso en el brazo y ha sobrellevado muchas, muchas tormentas. Saludo su coraje y su consistencia». No se puede explicar mucho mejor.

El 9 de abril de 2021, la Reina perdió a su marido, sostén de siete décadas y único hombre de su vida, el Duque de Edimburgo, fallecido a los 99 años. Moría el hombre al que conoció siendo un príncipe diferente al resto, un poco desubicado, un rubio de belleza apolínea, que la enamoró siendo ella una adolescente. En el funeral solemne en Windsor, celebrado en días de pandemia, la Reina nonagenaria rezó sola en un banco de la capilla. Se la veía frágil, envuelta en sus lutos y reconcentrada en su pesar privado. Pero como siempre, el labio superior rígido. Pocos días después ya recuperaba su agenda pública. Isabel II volvía a estar en marcha. Y así será hasta que las fuerzas la abandonen. Porque para ella solo existe un código: el deber.

comentarios
tracking