Edith Cresson, la primera jefa de Gobierno de Francia: «La Bolsa me importa un rábano»
El machismo de buena parte de la sociedad francesa y la imprudencia verbal de Edith Cresson aguaron el mandato de la primera mujer en encabezar un Gobierno
«Nos dan a la Pompadour». De esta forma delicada y elegante comentó el diputado conservador François d’Aubert el nombramiento, el 16 mayo de 1991, de Édith Cresson, como primera ministra.
Por primera vez en la historia de Francia, una mujer se disponía a encabezar un Gobierno. Bien es cierto que Cresson era una política muy próxima a François Mitterrand, a la sazón presidente de la República, quién decidió nombrarla.
Pero nada que justifique, como hizo D’Aubert, deslizar alusiones de grueso calibre por muy implícitas que fueran en apariencia.
De entrada, significaba deslegitimar para el cargo a una mujer que ostentaba un diploma de la prestigiosa Escuela de Altos Estudios Comerciales y había sido, antes de su llegada al palacio de Matignon, titular de tres carteras –Agricultura, Industria y Comercio Exterior y, por último, Asuntos Europeos– y se había hecho un nombre como eurodiputada y alcaldesa de Châtellerault.
El machismo contra Cresson pronto traspasó los muros del Parlamento y se extendió a los programas humorísticos: el más popular, entonces, de todos ellos, el «Bebête Show», adoptaba a diario un tono rayano en la basteza.
Por no hablar del desprecio con que la trataban los gerifaltes del partido, que le hicieron la vida imposible durante el tiempo, apenas once meses, que permaneció al frente del Gobierno.
Bien es cierto que Cresson contribuyó con creces a alimentar el ambiente en su contra. Le precedía una reputación de deslenguada que no hizo sino acrecentarse a su paso por Matignon con declaraciones a cada cual más intempestiva.
Multiplicaba las entrevistas y en cada una de ellas, apunta en un libro el veterano cronista Franz-Olivier Giesbert, «caía en una trampa».
¿La Bolsa? «Me importa un rábano».
¿Los japoneses? «Trabajan como hormigas. ¡No! Nosotros no queremos vivir así, sino como seres humanos».
¿La virilidad anglosajona? En aquellos países, «la mayoría de los hombres prefieren la compañía de otros hombres. (…) En Estados Unidos, el 25 % de los hombres son homosexuales; en Inglaterra y Alemania ocurre más o menos lo mismo. No les interesan las mujeres. No sé si es cultural o biológico, pero hay algo que no funciona».
¿El expresidente Valéry Giscard d’Estaing, partidario de endurecer los requisitos para obtener la nacionalidad francesa? «Le Pen con medias de seda».
Estas perlas convirtieron a Cresson en el hazmerreír de la prensa internacional.
Pero hubo un comentario, acertado, pero que indignó a una izquierda gala aún ingenua y buenista: «Los vuelos chárteres son para gente que se va de vacaciones a precio reducido. Aquí será totalmente gratis y no para vacaciones, sino para expulsar a personas una vez que la justicia francesa haya determinado que no pueden estar en nuestro país». Una verdad como un puño, una práctica hoy en vigor, que la progresía no le perdonó.
Estas salidas de tono terminaron por eclipsar decisiones políticas valientes como la potenciación de la formación profesional, la deslocalización de varios organismos estatales –plasmada en el traslado a Estrasburgo de la Escuela Nacional de Administración, vivero de élites–, la privatización irreversible de empresas públicas o el final del monopolio del sindicato comunista Cgt en lo tocante a la contratación de estibadores.
Los catastróficos resultados del Partido Socialista en las elecciones locales de 1992 convencieron a Mitterrand, que la había apoyado sin fisuras, de la imperiosa necesidad de relevar a Cresson, decisión completada el 2 de abril de aquel año. No se sabe aún que deparará la estancia de Elisabeth Borne en Matignon, pero por temperamento se puede anticipar que los exabruptos serán escasos, por no decir inexistentes.