Fundado en 1910

El primer ministro de Reino Unido, Boris Johnson, con su mujer Carrie Symonds, en LondresGTRES

Boris Johnson, crónica de una borrachera de poder

Pensar en Boris Johnson es recordar que hay políticos permeables y otros como sartenes de teflón, blindados a las críticas

Cada mañana, al mirarse en el espejo, podría felicitarse. Tiene 57 años, es primer ministro del Reino Unido, padre de media docena de hijos (de varias mujeres) y único responsable de una escalada al poder donde logró borrar de la memoria británica, el lado oscuro de su historia.

Dicho de otro modo, que fue despedido en The Times por inventarse una cita en una crónica, que su actual mujer, Carrie Symonds (le saca 23 años) llamó a la Policía porque la trifulca que tenían había llegado a las manos o que recuperó sus vicios de Pinocho, que ejerció en el respetable diario británico, para convencer a los votantes de que el Brexit sería su paraíso.

El hombre que enfrenta un destino incierto podría estar acodado en la barra de un pub contando historias pero, pese a su tamaño y escasa apariencia ágil, tuvo la cintura de esquivar obstáculos y quitarse estorbos (incluida su ex jefa, Theresa May) para instalarse en el 10 de Downing Street.

Las parties allí son mucho más animadas y las copas, aunque se respete la tradición de llevar una botella bajo el brazo, más baratas y en especial cuando estaban prohibidas. Eso es lo que sucedía en pandemia y lo que le llevó a estar donde está: abucheado, escrachado y despreciado por los suyos aunque, hoy por hoy, siga siendo el premier.

El hombre que la lía allá donde va, dejó un recuerdo en Bruselas de periodista algo descerebrado, bastante escandaloso y en pie de guerra permanente contra la Eurocámara, como recuerdan sus colegas.

Allí ejerció para el Daily Telegraph que le supo perdonar sus mentiras y en The Spectator también se hicieron los despistados. Al fin y al cabo, cuando quiere, es un tipo encantador.

En ocasiones habla sin filtro y en cuestiones de Estado su pragmatismo insensible, en este tiempo de Gobierno (desde el 23 de julio de 2019), le ha jugado malas pasadas. El coronavirus se le rio en la cara cuando pretendía superar la pandemia por las bravas, por la ley de la selva y que la inmunidad de rebaño se hiciera con los más fuertes.

En su estilo sería algo así como: el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Lo malo es que la covid le eligió también a él y entonces, todo para las vacunas era poco. Es el efecto que tiene haber pasado por la UCI y sentir que la muerte quiere bailar contigo, aunque vivas en el 10 de Downing Street.

La guerra de Ucrania le vino de perlas para que el partygate pasará a un segundo plano. Antes y durante la invasión del 24 de febrero, sacó pecho de líder y ganó terreno en la primera fila de los que le hacían frente a Vladimir Putin.

Los informes de Scotland Yard y los amagos de sacarlo por la puerta trasera de Westminster parecieron que, para su fortuna, le costarían poca cosa. Pero el tiempo le ha demostrado que, al final, nada es gratis y de un modo u otro, tiene que pagar esa factura.

Boris Johnson es eso y mucho más. Es el rostro de Narciso que mira su reflejo en las aguas de los muchachos de Eaton y de Oxford, donde le tuvieron enredando. Es el inglés sin bombín y sin escrúpulos, es el estadounidense que en 2016 renunció al pasaporte made in USA y se quedó con la nacionalidad británica… Es el ex alcalde de Londres (2008-2016) y también el ex ministro de Asuntos Exteriores (2016-2018).

Pensar en Boris Johnson es recordar que hay políticos permeables y otros como sartenes de teflón, blindados a las críticas. Él, un caso, pertenece a este último grupo: todo le resbala o le patina que lo mismo da. Bueno, todo o casi todo porque perder el poder, por poco que sea, no deja igual ni a él ni a nadie.