La era de la incertidumbre: de la paz perpetua al ciclo de «riesgo catastrófico»
El 11 de septiembre de hace 21 años, fue solo un preludio, una advertencia, de que los cursos históricos se pueden dislocar
Hace poco más de 30 años, cuando la Guerra Fría llegaba a su fin, algunos pensadores veían que el futuro se desarrollaría de forma mucho más plácida. La amenaza del apocalipsis, tan viva en el imaginario de la Guerra Fría, había empezado a remitir. El fin del comunismo unas décadas después de la derrota del fascismo durante la Segunda Guerra Mundial parecía haber zanjado los principales debates ideológicos.
El capitalismo y la democracia se extenderían inexorablemente. Las dictaduras autoritarias del cono sur de América concluían. Se hablada de una edad post- ideológica y en 1995 se celebraba el segundo centenario del opúsculo de Kant Sobre la paz perpetua.
El filósofo político Francis Fukuyama dividió el mundo en sociedades «posthistóricas» e «históricas»
La guerra podría persistir en algunas partes del mundo en forma de conflictos étnicos y sectarios, por ejemplo. Pero las guerras a gran escala serían cosa del pasado a medida que más y más países se unieran a países como Francia, Japón y Estados Unidos en el otro lado de la historia. El futuro ofrecía un estrecho abanico de posibilidades políticas, ya que prometía una paz relativa, prosperidad y libertades individuales cada vez mayores.
La perspectiva de un futuro intemporal de prosperidad sin límites, configurada en el desarrollo de la globalización, ha dado paso hoy a visiones de «no hay futuro».
La ideología sigue siendo una línea de fractura en la geopolítica, la globalización del mercado se está fragmentando, incluso para algunos se ha roto irreparablemente, y el conflicto hegemónico entre grandes potencias es cada vez más probable.
Desde la década de 1990 hasta hoy, el curso de la historia ha decaído en una encrucijada de «riesgos catastróficos». Se habla ya de una «edad de la incertidumbre» (The Age of Uncerteinty). Buena parte de las publicaciones y líneas de investigación actuales han regresado a la reflexión sobre la «guerra» y el «conflicto», mientras que hace nada estos términos eran «tabú» bajo la censura académica.
El orden mundial se está deteriorando ante nuestros ojos. El declive relativo del poder de Estados Unidos y el ascenso concomitante de China han erosionado el sistema parcialmente liberal y basado en normas que antes dominaban Estados Unidos y sus aliados.
Las repetidas crisis financieras, el aumento de la desigualdad que comporta, paradójicamente, la pretensión ideológica de combatirla, el renovado proteccionismo, la pandemia de la COVID-19 y la creciente dependencia de las sanciones económicas han puesto fin a la era de la globalización posterior a la Guerra Fría y la más reciente hiper-globalización.
La invasión rusa de Ucrania puede haber revitalizado a la OTAN, es cierto, pero también ha profundizado la división entre el Este y el Oeste y el Norte y el Sur. Mientras tanto, los cambios en las prioridades nacionales de muchos países y una geopolítica cada vez más competitiva han frenado el impulso de una mayor integración económica y han bloqueado los esfuerzos colectivos para hacer frente a los peligros mundiales que se avecinan.
Las amenazas globales se han multiplicado en Europa y Asia. El orden internacional que surgirá de estos acontecimientos es imposible de predecir. De cara al futuro, es fácil imaginar un mundo menos próspero y más peligroso, caracterizado por un conflicto entre Estados Unidos y China, cada vez más hostil. Asimismo, una Europa remilitarizada, unos bloques económicos regionales orientados hacia el interior, un ámbito digital dividido por líneas geopolíticas y la creciente militarización de las relaciones económicas con fines estratégicos. El ciclo ha cambiado.
El 11 de septiembre de hace 21 años, fue solo un preludio, una advertencia, de que los cursos históricos se pueden dislocar, por acontecimientos concretos, muy fácilmente. Tales hechos van siempre acompañados por un «factor de fatalidad» que nos sitúa ante lo impredecible e incierto.
La historia de la humanidad está plagada de catástrofes, desde los horrores de la peste negra hasta los de la esclavitud y el colonialismo. Pero salvo algunos acontecimientos naturales muy improbables, como las erupciones de supervolcanes o la caída de meteoritos en el planeta, no había mecanismos plausibles por los que la humanidad en su conjunto pudiera perecer. Nada como la guerra y, en concreto, las grandes guerras han sido tan catastróficas y demoledoras para la humanidad.
Nada como la guerra y, en concreto, las grandes guerras han sido tan catastróficas y demoledoras para la humanidad
Una «gran guerra» en la actualidad «sí» nos situaría al borde del precipicio, por la capacidad destructiva del armamento. Nos devuelve a la preocupación por una «catástrofe existencial» o «destrucción permanente del potencial de la humanidad». La preocupación de que la humanidad se extinga o «descarrile definitivamente el curso de la civilización» regresa con la misma urgencia que en la posguerra europea o en la Guerra Fría.
El tiempo que estamos viendo no solo nos sitúa nuevamente ante la amenaza nuclear, hemos experimentado que las bacterias y los virus se auto-replican, con la presente epidemia de la COVID-19. Una vez que un nuevo patógeno ha infectado a un solo ser humano, no hay forma de volver a meterlo en el tubo de ensayo. Por eso, aunque sólo nueve estados tienen armas nucleares –Rusia y Estados Unidos con más del 90 % de las ojivas– en el mundo, sin embargo, si hay miles de laboratorios biológicos, donde, docenas de ellos, tienen licencia para experimentar con patógenos peligrosos.
Vivimos bajo una «ruleta tecnológica». Todavía no se ha disparado la bala, pero está girando en el tambor en un arriesgado juego.