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Volodimir Zelenski y Vladimir Putin, dos hombres en el tablero de la guerra de UcraniaPaula Andrade

330 días de guerra

Carros de combate para Ucrania: ¿gasolina para un incendio?

Los gobiernos occidentales aumentan su compromiso con Ucrania tras perder el miedo a las amenazas nucleares de Putin

Muchos españoles de mi generación, y particularmente los marinos, recordamos la Canción del Pirata. Escribe Espronceda: «Allá muevan feroz guerra ciegos reyes por un palmo más de tierra, que yo tengo aquí por mío cuanto abarca el mar bravío, a quien nadie impuso leyes».

Seguramente estos versos describen bastante bien los sentimientos del comandante de la fragata «Almirante Gorshkov» mientras cruzaba estos días pasados por aguas próximas a nuestras costas. No me cuesta imaginarle feliz de que su misión durante la guerra sea la que es: tratar de devolver a Rusia y a su industria de armamento parte del prestigio perdido por sus reiterados fracasos en Ucrania.

Conozco bien este misil, concebido como arma antibuque. Tuve que estudiar sus características –por alguna razón, en la OTAN recibió el nombre de Kitchen– en los juegos de la guerra de los años 80. Por eso me siento personalmente ofendido al oír a Peskov, el desvergonzado portavoz de Putin, tratando de convencernos de que fue un misil antiaéreo el que destruyó un edificio de apartamentos hasta los cimientos.

¿Nos tiene Peskov por tontos? ¿De verdad cree que no sabemos diferenciar los efectos de un S-300, diseñado para destruir un blanco relativamente frágil como es un avión, del impacto de un pesado monstruo como el Kh-22, con una tonelada de explosivo en su ojiva y concebido para reventar un portaaviones?

Vea el lector, si quiere saber la verdad de lo ocurrido, las fotografías del edificio destruido. No hace falta ser un experto. Si tiene dudas, saldrá de ellas.

Habrá quien quiera debatir si se trata de un ataque deliberado a un objetivo civil o es un fallo de navegación del Kh-22. Pero el lector debe saber que la diferencia es irrelevante.

La convención de Ginebra prohíbe el empleo en entornos urbanos de armas como este anticuado misil naval que, fuera de su elemento –en la mar dispone de una guía radar terminal que le permite encontrar su blanco– no tiene por diseño precisión suficiente para prevenir daños a los civiles.

El mero hecho de utilizar un Kh-22 contra un blanco cualquiera de cualquier ciudad supone jugar a la ruleta rusa con las vidas de sus habitantes, y eso es un crimen de guerra. Uno más en la larga lista de los atribuidos a Putin.

Espronceda nos hablaba de reyes ciegos, y es posible que Zelenski y Putin coincidan en esto, en su ciega voluntad de vencer. Es, sin embargo, el único punto en común entre ambos líderes.

Sin entrar en el embarrado campo de los juicios personales, crímenes como el de Dnipró nos recuerdan a todos la diferencia entre el agresor y el agredido, entre el verdugo y su víctima, entre el conquistador y quien defiende su independencia.

Crímenes como este son los que facilitan a los líderes de los países occidentales justificar ante sus opiniones públicas el decidido apoyo a la causa ucraniana.

Frente a estos crímenes, y a pesar de los pronósticos de los agoreros, crece cada día el compromiso con Ucrania de los gobiernos occidentales.

Un compromiso que, poco a poco, se va materializando en la entrega de sistemas de armas que, en los primeros momentos de la guerra, se denegaron con pretextos que entonces parecían justificados –evitar una escalada que a nadie beneficiaba– pero que hoy, perdido el miedo a las veladas amenazas nucleares de Putin, podríamos valorar como exceso de prudencia.

Entre las armas que pronto van a llegar a manos ucranianas destacan dos: el misil Patriot y los carros de combate. Del primero ya hemos escrito algo en El Debate. El Patriot de hoy, un arma muy sofisticada que solo tiene en común el nombre con los misiles que los EE.UU. desplegaron en 1991 para proteger a Israel de los Scud, no va a cambiar el curso de la guerra.

Pero, cuando se despliegue en números suficientes –aprobada la entrega de la primera batería por los EE.UU., otras naciones como Holanda y Alemania prometen hacer lo mismo con las suyas– hará más difícil que Rusia pueda sacar partido de sus misiles para castigar las ciudades ucranianas.

Volveremos a ver crímenes como el de Dnipró, pero serán menos frecuentes. Los ciudadanos de Ucrania dormirán un poco mejor y Putin habrá perdido una de las cartas con las que cree que puede dominar el juego.

¿Qué gana el ejército ucraniano con una docena de Challenger II británicos? Casi nada

No hay, desde luego, varitas mágicas en el arte militar. Por eso, de los carros de combate y, en general, los vehículos acorazados de diversos tipos que pronto llegarán a Ucrania podrían escribirse cosas muy parecidas. ¿Armas decisivas? Sería exagerado denominarlas así. ¿Qué gana el ejército ucraniano con una docena de Challenger II británicos? Casi nada.

Wesley Clark, un antiguo comandante supremo de la Alianza, acaba de asegurar que Ucrania necesita 500 carros de combate occidentales para que se note la diferencia. Pero el Reino Unido abre una puerta por la que, más pronto que tarde, llegaran los Leopard alemanes, los Leclerc franceses y, probablemente, los Abrams norteamericanos.

Como consecuencia, Gerasimov, el nuevo comandante ruso, verá incrementados sus apuros. Ya no podrá centrarse en un pequeño sector urbano, llámese Severodonetsk o Bajmut, confiando en que podrá defender el resto de la línea con escasos recursos.

¿Será esto suficiente para que Zelenski gane la guerra? No es probable. En la doctrina táctica aliada, las fuerzas acorazadas son parte de un sistema más amplio que incluye la aviación de apoyo.

Los carros occidentales son superiores a los rusos, pero buena parte de su ventaja está en su capacidad para integrarse con eficacia en operaciones de armas combinadas.

Ucrania carece de los medios aéreos necesarios para aplicar esta doctrina, y eso limita sensiblemente lo que cabe esperar de su uso táctico.

Por otra parte, el carro de combate no está en su elemento en el combate urbano, y es precisamente en las ciudades donde Ucrania se ha hecho fuerte mientras Rusia fue superior en el campo de batalla.

Por la misma razón, será en las ciudades donde el Ejército invasor tratará de resistir cuando cambien las tornas. Rusia entregó Jersón, Kupiansk o Izyum sin combatir, pero no es probable que haga lo mismo si la guerra llega a ciudades como Donetsk o Mariúpol.

Así pues, la llegada de los nuevos carros y vehículos de combate de infantería no será decisiva. Es un paso importante, pero solo uno más en un camino que será largo.

Lo que en cambio no deberíamos despreciar es su valor simbólico, que deja bien claro que, a los ojos de los líderes de las democracias occidentales, la ecuación que define la guerra se ha vuelto muy sencilla.

En la superficie, puede parecer que se trata de dos reyes ciegos librando una guerra feroz por un palmo más de tierra. Pero por debajo hay mucho más.

Si pierde Zelenski, si se deja que Rusia aplique impunemente la ley del más fuerte, pierde Ucrania y pierde el mundo. Si pierde Putin, solo pierde él.

Por eso, frente a quienes sueñan con el cansancio de Occidente, está la realidad de un compromiso que crece cada día. Todas las grandes bazas de Moscú en el terreno internacional –el gas, el petróleo y la amenaza nuclear– ya se han jugado sin resultado.

La reacción del Kremlin al reciente anuncio británico se ha limitado a proclamar a los cuatro vientos que no se puede apagar un fuego con gasolina. Como si el Kh 22 que impactó en Dnipró fuera agua de riego.

Como casi siempre, los mensajes del Kremlin toman de la realidad solo lo preciso para deformarla. Es cierto que los carros de combate no apagarán el incendio. No es su misión. Pero contribuirán a alejar al pirómano. Por eso son tan necesarios.