Italia
La mala salud de Berlusconi certifica un declive político iniciado hace diez años
Desde 2011, su influencia política se reduce, pese a la conservación de estratégicos espacios de poder
La segunda hospitalización de Silvio Berlusconi en apenas diez días, esta vez por una pulmonitis –a última hora de ayer su estado era estable– indica, sea cual sea la evolución, que su presencia en la vida pública se irá reduciendo paulatinamente. De modo especial en el tablero político, en el que su influencia real se asemeja cada vez más a la de un actor secundario desde que Giorgia Meloni se consolida cada día que pasa como el referente indiscutible de la derecha italiana.
Bien es cierto que su partido, Forza Italia, hace las veces de elemento moderador de la coalición, con la clara misión de evitar derivas ante las cuales el establishment italiano podría, como mínimo, fruncir el ceño. Por ejemplo, respecto de unas tentaciones euroescépticas que siguen anidando en amplios sectores de Hermanos de Italia –el partido de Meloni– o la Liga Norte, encabezada por el siempre sulfúrico Matteo Salvini. De ahí que el fiel berlusconiano Antonio Tajani guíe con mano firme la diplomacia.
Este y algunos feudos de poder que aún resisten son la última muestra de poder de un Berlusconi que ha condicionado la política transalpina durante las tres últimas décadas. Fue en noviembre de 1993 cuando Berlusconi, por entonces magnate televisivo de dimensiones planetarias, empezó a considerar la idea de una carrera política, ante el desmoronamiento del sistema político que había permitido su medro empresarial.
Su cálculo era el siguiente: ante una izquierda fuerte, reconstruida en torno a la formación heredera del Partido Comunista y deseosa de ajustar cuentas con el pasado, surgía la imperiosa necesidad de una derecha sólida capaz de plantar cara. Una hipótesis imposible con una Democracia Cristiana en pedazos, un neofascismo –representado por el Movimiento Social Italiano– que aún no había iniciado su recorrido hacia el «posfascismo», según la expresión acuñada por Gianfranco Fini, y un populismo, el de la Liga Norte, que se tornaba amenazante, aunque sin arraigo completo.
Poco le importó a Berlusconi el deber parte de su éxito a favores legales, o no tanto, dispensados por el socialista Bettino Craxi: pensaba ser el más indicado para reconstruir el centro derecha, condición sine qua non, en su cabeza, para preservar sus intereses económicos. Materializó si idea con un discurso –el de la scesa in piazza– en enero de 1994. Tres meses después, a raíz de una ajustada victoria en las generales, se convertía en primer ministro.
Esta primera experiencia en el poder, la primera de tres, duró apenas nueve meses, si bien supuso el pistoletazo de salida de su hegemonía de veinte años sobre la derecha italiana y de pieza imprescindible del devenir político de Italia. Ni el acoso judicial –salió de sus numerosos pleitos más airoso que algunos de sus jueces–, ni las acusaciones de conflictos de intereses lograron doblegarle.
Tuvo la suficiente paciencia para aguantar ocho años en la oposición, de pergeñar una derecha desacomplejada. Sin embargo, los escándalos sexuales –incompatibles con la decencia inherente al poder– y, a partir de 2010, la incapacidad para reconducir una economía dañada, provocaron, a paso lento, eso sí, el principio de un final hoy inexorable.