¿Puede una chispa en el estrecho de Taiwán incendiar el mundo?
Nadie con dos dedos de frente –Putin podría ser la excepción que confirma la regla– provoca una guerra hasta que está listo para ganarla
Desde que en Ucrania se demostró que era posible desatar una guerra de conquista en la Europa del siglo XXI, la mayoría de los españoles miramos al mundo con una mente un poco más abierta a los peligros que nos rodean. Ya no damos por garantizada la disuasión, principal herramienta para construir la paz. Por eso, nos preocupa más que hace unos años lo que ocurre en un lugar tan alejado de nuestras costas como el estrecho de Taiwán.
¿Por qué allí? Son poco menos de cien millas las que separan la China continental de una próspera isla con 23 millones de habitantes que, sin dejar de ser oficialmente una provincia china –y, por ello, sin derecho a ser miembro de la ONU– sigue gobernándose por un régimen propio, evolución del derrotado por el Partido Comunista en la guerra civil.
Como cabría esperar, en este espacio marítimo y aéreo relativamente reducido y políticamente disputado se dan frecuentes incidentes que involucran a fuerzas militares de ambos bandos. Y la situación se complica aún más al sumarse al conflicto los norteamericanos, que defienden el delicado statu quo de la isla y, hasta un cierto punto nunca bien definido, son garantes de que el régimen de Taiwán no sea derribado por la fuerza.
Vientos de guerra
En los difíciles tiempos que vivimos, da la impresión de que los vientos políticos pueden hacer que las chispas que se produzcan en la mar o en el aire sean todavía más peligrosas. Soplando desde el continente, la orden que Xi Jinping dio a su Ejército tras el último congreso del Partido Comunista Chino de prepararse para la guerra, combinada con la política de no renunciar al uso de la fuerza para recuperar lo que considera su integridad territorial, recuerda mucho a los tambores de guerra que en las películas de época anuncian la proximidad de los combates.
También soplan duros los vientos desde la costa opuesta del Estrecho, y aún más desde el otro lado del Pacífico. La visita a Taiwán de Nancy Pelosi, cuando era speaker de la Cámara de Representantes; y las ambiguas, imprecisas y, quizá, poco oportunas declaraciones de Biden sobre las garantías militares de los EE.UU. al régimen de Taipéi, tampoco ayudan a tranquilizar unos ánimos ya de por sí alterados por el episodio de los globos espía, la ventajista postura de Xi Jinping en la guerra de Ucrania y los muchos intereses económicos y estratégicos que separan a chinos y norteamericanos.
Es un hecho que, en estos tiempos revueltos, han aumentado de forma significativa las quejas del gobierno de Taiwán sobre la aproximación de buques o aviones chinos a su territorio soberano –que, por cierto, no empieza en la mediana del Estrecho, como parece creer Taipéi, sino en las doce millas de aguas territoriales– o sobre el hostigamiento a sus propias unidades militares.
En estas circunstancias, me pide El Debate mi opinión sobre la cuestión que da título al artículo: ¿Puede una chispa en el estrecho de Taiwán incendiar el mundo? Vaya por delante que mi respuesta puede resumirse en dos palabras: «hoy, no».
Tensiones para la galería
Para justificar, en primer lugar, la segunda de las dos palabras –el «no»– permita el lector que le haga cómplice de mi nostalgia al compartir un recuerdo relevante de mi propia carrera. En el verano de 2008, me encontraba al mando de la fuerza naval permanente número 1 de la OTAN (SNMG-1 en la jerga de la Alianza) desplegada en el mar Negro cuando Rusia invadió Georgia. El diferente análisis político de las capitales aliadas dio como resultado que no recibiéramos más orden de los cuarteles generales de la Alianza Atlántica que la de continuar nuestras actividades rutinarias de adiestramiento, vigilancia y presencia naval.
Por la prensa internacional, sin embargo, recibíamos noticias alarmantes. El secretario general de la Alianza aseguraba que nada iba a ser igual entre Rusia y la OTAN después de la invasión. Por la otra parte, un general ruso anunciaba públicamente que podía destruir la SNMG-1 en solo 15 minutos; lo que seguramente era verdad, pero perdía casi todo potencial amenazador cuando uno pensaba que tampoco duraría mucho el lenguaraz general si provocaba una guerra contra la OTAN.
En cualquier caso, toda duda sobre las verdaderas intenciones del Kremlin quedó zanjada cuando, uno tras otro, los comandantes de los buques que formaban la fuerza me trasladaron una información que, despachada entre bambalinas, quitaba todo hierro a la cuestión: los agregados navales rusos en sus respectivas capitales habían recordado a cada uno de los estados mayores de los que dependían el acuerdo bilateral suscrito por separado por todas naciones de la Alianza con la propia Rusia para evitar cualquier posibilidad de incidentes en la mar.
Muchas veces interesa crear tensiones solo para la galería, para galvanizar a los ciudadanos más reticentes
No sorprenderá al lector que lo que los gobiernos dicen públicamente no coincida exactamente con lo que piensan. Muchas veces interesa crear tensiones solo para la galería, para galvanizar a los ciudadanos más reticentes, manteniendo la situación bajo control. Eso es, precisamente, lo que ocurre hoy a ambos lados del estrecho de Taiwán.
Bajo el control férreo de los Cuarteles Generales
Pero, ¿y si, como consecuencia del clima de tensión, se equivocan los mandos sobre el terreno? Tranquilizaré al lector asegurándole que, en realidad, estamos bastante controlados.
Recuerdo que en la misma ocasión que ya he explicado, y en presencia de un buque de inteligencia de la Marina rusa todavía lejano, alguna de las fragatas de mi escuadra anunció que, de seguir al mismo rumbo y velocidad, terminaríamos cruzándonos con el barco espía a una distancia de 100 metros, muy por debajo de la establecida como segura. Claro que ni ellos ni nosotros teníamos intención de mantener el rumbo tanto tiempo, pero bastó el anuncio para que recibiera la inmediata llamada telefónica del segundo de la Sexta Flota norteamericana, recordándome amablemente que no me habían «prestado» una fragata de la US Navy para correr riesgos, por hipotéticos que fueran.
Lo que yo he vivido en absoluto es una excepción. Crea pues el lector que, en la mar, el peligro es mínimo. Todos los buques están en manos de profesionales, y a todos los controlan con mano firme otros profesionales.
Lo mismo ocurre en el aire, aunque allí las cosas transcurren mucho más rápidamente y los errores son menos improbables. Precisamente por ello, las chispas tienen consecuencias menos graves. Recientemente hemos sabido que, hace ahora un año, un piloto ruso que aparentemente no entendió sus órdenes –están muy lejos de los estándares de adiestramiento de los de la Alianza– llegó a lanzar un misil contra un avión británico sobre el mar Negro. No se ha hundido el mundo. Se trata de un incidente enojoso, y lo habría sido mucho más si el misil hubiera hecho blanco. Pero difícilmente provocaría una guerra entre potencias nucleares. Ni en el mar Negro ni en el disputado estrecho de Taiwán.
El incidente como pretexto
Justificado el «no», vamos con el «hoy». A ningún lector se le escapará que, si es muy improbable que un incidente aislado provoque una guerra no deseada –baste recordar los que en su día enfrentaron a cazas turcos y griegos sobre el Egeo– las cosas cambian cuando las circunstancias son las contrarias y lo que se desea es, precisamente, justificar una escalada.
Si China quiere, un incidente deliberadamente provocado en el estrecho de Taiwán puede usarse como casus belli para una guerra de agresión. Pero eso no va a ocurrir hoy. Ni mañana. Nadie con dos dedos de frente –Putin podría ser la excepción que confirma la regla– provoca una guerra hasta que está listo para ganarla. Y China –basta recordar la orden de Xi Jinping– no lo está. Su marina de guerra y su aviación están creciendo rápidamente, pero todavía están muy lejos en capacidades y en tecnología de las norteamericanas.
El resultado más probable sería el fracaso
La conquista de una isla tan grande y poblada como Taiwán, con notables capacidades militares propias y adquiridas en los EE.UU., a través de un mal llamado estrecho de 130 kilómetros en su parte más próxima, haciendo frente a misiles antibuque, submarinos y minas, sería una sangrienta hazaña sin precedentes en la historia militar. El resultado más probable sería el fracaso. Y eso lo saben bien los militares chinos, de los que puedo dar fe de que conocen la doctrina anfibia occidental tan bien como nosotros mismos.
China puede destruir Taiwán, que armas nucleares tiene para ello. Pero invadirlo a través de la mar, hoy por hoy, es otra cosa. Por eso, y porque no pueden correr el riesgo de un enfrentamiento con los EE.UU. que sería muy prematuro –necesitan al menos dos décadas para intentar equilibrar la balanza militar convencional, y aún quedaría el problema de las armas nucleares– no parece posible que, de momento, la Tercera y última Guerra Mundial vaya a comenzar en el estrecho de Taiwán.