Jacques Delors y Margaret Thatcher, duelo a muerte por dos Europas antagónicas
Uno, Jacques Delors, era francés, católico, socialdemócrata, sindicalista, convencido de las virtudes del diálogo social, y tecnócrata de raza –casi siempre nombrado, casi nunca elegido– durante la mayor; la otra, Margaret Thatcher, era británica, metodista, con una fe ciega en las virtudes del mercado, vencedora de un histórico pulso a los sindicatos y política de raza. Dos modelos, pues, antagónicos. Lo único que tenían en común, prácticamente, era haber nacido en el mismo año, 1925.
Sin embargo, Thatcher apoyó, en 1984, el nombramiento de Delors, a la sazón ministro francés de Economía y Finanzas, como nuevo presidente de la Comisión Europea. La Dama de Hierro había puesto su veto al otro candidato propuesto por Francia, Claude Cheysson, compañero de Gobierno de Delors en su calidad de ministro de Relaciones Exteriores de François Mitterrand.
Como escribe John Campbell, uno de los biógrafos de Thatcher, «Delors había impresionado a los británicos por su dureza y sentido práctico: había sido el responsable de desechar la mayoría de las políticas de izquierdas por las que Mitterrand había sido elegido y aplicar en su lugar lo que Howe [Geoffrey, el entonces jefe de la diplomacia del Reino Unido] denominaba 'nuestras políticas'».
Una sensación acertada por parte británica, por lo menos en sus inicios: durante dos años, Delors y Thatcher trabajaron codo a codo –sin olvidar el concurso del resto de Estados miembros, empezando por Alemania– para sacar adelante el Acta Única Europea, el primer tratado europeo desde el Tratado (fundador) de Roma, que recogía las pretensiones thatcherianas de liberalización comercial (creación del Mercado Único), pero también deloristas, en la medida en que incluye un capítulo dedicado a la cohesión económica y social. Lo «social» sería posterior motivo de fricciones entre Londres y Bruselas.
Pero Thatcher, que reconoció haber leído el texto del Acta Única Europea, desde la primera página hasta la última, lo firmó; un texto que, además, superó sin especiales dificultades la siempre temible –especialmente en lo tocante a asuntos europeos– del Parlamento británico. Después, Thatcher se arrepentiría de no haber prestado más atención al contenido de las cláusulas sociales del Acta.
Nada, en todo caso, comparable con el punto de no retorno alcanzado a raíz del discurso pronunciado por Delors, a finales del verano de 1988, ante el congreso de los sindicatos británicos. El fondo de la intervención del presidente de la Comisión Europea no fue, en sí mismo, provocativo: se limitó a explicar las reglas básicas del futuro Mercado Único y a recordar derechos laborales comúnmente admitidos por las democracias occidentales, las anglosajonas incluidas.
Lo que desató la ira de la primera ministra fueron los aplausos cosechados por Delors en un momento de máxima tensión –uno más– entre su Gobierno y los sindicatos. En opinión de Denis Macshane, exministro de Asuntos Europeos de Tony Blair y exponente, aún hoy, del sector más europeísta del tablero político británico, Delors cometió una torpeza al aceptar la invitación en aquel momento preciso, pues envalentonó a los euroescépticos de todo pelaje.
La respuesta no se hizo esperar: semanas después, en un discurso pronunciado ante el Colegio de Europa en Brujas, la Dama de Hierro elogió una Europa de cooperaciones nacionales, desprovista de integración. Bien es cierto que empezó aseverando que el futuro de su país estaba en la Comunidad Económica Europea (CEE) y que había asuntos en los que era conveniente que Europa –«que no es la creación del Tratado de Roma», precisó– hablara con una sola voz. Acto seguido, sin embargo, cuestionó de raíz el impulsó federalizante que Delors estaba dando a la CEE. Primer dardo: «Pero para colaborar estrechamente no es necesario que el poder esté centralizado en Bruselas o que las decisiones las tome una burocracia designada [es decir, no elegida por los ciudadanos]». Delors, tecnócrata de raza –su experiencia del sufragio universal directo era mínima–, seguro que apreció el comentario.
Siguiente dardo: «No hemos conseguido hacer retroceder las fronteras del Estado en Gran Bretaña, sólo para verlas reimpuestas a nivel europeo con un superestado europeo que ejerce una nueva dominación desde Bruselas». Clara alusión a otra intervención de Delors, dos meses antes ante el Parlamento Europeo, en la que aseguró que, en un plazo de diez años, el 80 % de la legislación en vigor sería de origen europeo y no ya de los parlamentos nacionales. El siguiente paso de Thatcher consistió en retirar de Bruselas a uno de los comisarios europeos británicos, lord Cockfield: lo juzgaba demasiado alineado con el presidente de la Comisión.
El punto de no retorno estaba alcanzado. Thatcher, que siempre consideró a Delors como un appointed official, y no un político con su mismo rango, cultivó el arte del detalle prohibiéndole tomar la palabra durante una conferencia en Londres. La prensa británica empezó a desatarse contra quien mejor encarnaba una Europa cada vez más integrada, pero también más burocrática. Ahí está, sin ir más lejos, la gruesa portada de The Sun en 1990: «Up yours, Delors!»
Políticamente, el enfrentamiento pareció beneficiar al francés: la dimisión, en octubre de 1989, del ministro europeo de Economía y Finanzas, Nigel Lawson, partidario de suavizar el enfrentamiento con Bruselas –siempre criticó, por ejemplo, el veto de Thatcher al ingreso de la libra esterlina en el Mecanismo Europeo de Tipos de Cambio–, inició la caída de Thatcher, culminada un año más tarde. Aunque las razones fueron varias, quedó grabada en la memoria de muchos su último discurso ante la Cámara de los Comunes: «El presidente de la Comisión, el señor Delors, dijo el otro día en rueda de prensa que deseaba que el Parlamento Europeo fuera el cuerpo democrático de la Comunidad, y la Comisión, su Ejecutivo, y el Consejo Europeo, su Senado. ¡No, no y no!». Ese día empezó la cuenta atrás hacia el Brexit.