El debate, el funeral y la mujer de Biden
Las voces crecientes en el bloque rector demócrata que apuntan a la necesidad de que Biden tire la toalla tienen tres problemas
«Vi el debate Biden Trump en una habitación de un hotel en Lisboa y me hizo llorar». La frase, que me recuerda la de P. Almodovar cuando en un hotel americano se enteró de algo tan trascendental como que Sánchez se tomaba cinco días de reflexión, es el inicio del artículo que Jonathan Friedman, quizás el columnista de prensa más leído de Estados Unidos, publicó en lugar preferente del New York Times después del debate. Este periodista aprecia sinceramente a Biden, piensa que su rival Trump es muy inquietante y concluye que Joe Biden es «una buena persona y un buen presidente pero que debe abandonar» la carrera para la reelección.
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Friedman estima que estamos en un momento histórico crucial con problemas internacionales agudos y complejos así como con desafíos comerciales, migratorios, educativos y especialmente con la revolución de la inteligencia artificial, etc. Y el jueves viendo el debate se despertó si no lo estaba ya: Biden, por su senectud, no es la persona para enfrentar a estos retos y sobre todo, no parece estar en condiciones de frenar a Trump en noviembre lo que abre unas perspectivas claramente alarmantes.
Esta impresión emergió de forma raudamente en las filas de dirigentes y votantes demócratas. La voz rasposa, el talante vacilante de Biden, su incapacidad para rebatir las afirmaciones, no pocas mentirosas, de Trump, su torpeza para arrinconar a su rival en sus puntos débiles, su incomodidad evidente con el formato en que se celebró la pugna electoral a pesar de que podía favorecerle ha creado un desconcierto generalizado entre sus votantes.
Noche de luto, de funeral en los demócratas reza un periódico, la cara de Biden era un poema, afirma otro. En la influyente revista The New Yorker, simpatizante del presidente, Susan B. Glazer sentencia : «no se necesitó mucho tiempo para descubrir que el problema no eran las mentiras de Trump sino el estado de Biden que perdía el hilo de su argumentación. Fue doloroso verlo. Parecía demasiado viejo».
En el extranjero, entre los abundantemente preocupados, el antiguo primer ministro sueco Carl Bild hace un rotundo diagnóstico: «Claramente desastroso. Es la mejor forma de resumirlo».
Para muchos conocidos demócratas ha sonado el despertador. Hasta ahora la edad de Biden, y su incipiente senilidad, eran un tema a evitar. Una postura que recuerda la de muchos amigos sociatas cuando les preguntas por qué la amnistía en España era aborrecible un día 21 y muy saludable el 24. Piensan que eres un aguafiestas, algunos que te has convertido en fascista y prefieren, aunque sean del Atlético o del Betis piropearte los triunfos del Real Madrid, con tal de evitar una explicación estéril que te parecerá ridícula.
En Estados Unidos, un país tan polarizado que conozco familias que han preferido comprar una película para la noche del jueves evitando así ver juntos el debate que podría enfrentar a padres e hijos, el estado de Biden era casi tabú entre sus correligionarios influyentes por mucho que Trump y sus huestes lo airearan o quizás por ello. Ahora ya no, han sacado la cabeza de la arena y el dinosaurio de la salud del presidente ya no se puede esconder en el sótano, aunque las encuestas ya venían sosteniendo que más del 70 % de los estadounidenses creen que Biden no tiene capacidad para resistir cuatro años. Como dice nada menos que Time : «los demócratas aterrorizados por la actuación de Biden y lo que ocurrirá ahora».
El debate tuvo una audiencia de 51´3 millones, nada extraordinario, la más baja desde 2004 e inferior ciertamente a la Kennedy-Nixon, la más citada, que en el remoto 1960 tuvo la suculenta cifra para la época de 60 millones y que influyó luego en la victoria del católico.
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El país ha absorbido, con todo, la realidad. Las voces crecientes en el bloque rector demócrata que apuntan a la necesidad de que Biden tire la toalla tienen tres problemas: uno, el tiempo apremia, faltan sólo cuatro meses para la elección y menos de dos para que la Convención demócrata el 20 de agosto escoja a su candidato. El posible sustituto tendrá escaso tiempo para vender su imagen y completar la seducción de los imprescindibles donantes recientemente más generosos con Trump que con Biden.
En segundo lugar, Biden no tiene heredero ni aspirante indiscutible. El ahora endeble presidente ha tenido la habilidad de aglutinar al partido sin rebeldías de la derecha o de la izquierda y los posibles aspirantes tienen handicaps: Kamala Harris como vicepresidenta es candidata natural pero posee un índice de aceptación muy inferior al de Biden, un 19 %. Siendo mujer y negra su descarte puede tener un costo pero parece que asumible.
El gobernador de California, Gavin Newson es quizás el más conocido del resto, tiene presencia pero los republicanos lo vapulearán por sus fallos en detener el aumento de los delitos en su estado. Josh Shapiro, gobierna y arrolla en un estado decisivo en la elección presidencial, Pensilvania pero se le puede ver como poco hecho. Pete Buttigieg, actual ministro de Transportes y que ganó algún estado en las primarias de hace cuatro años, es uno de los más preparados, sensato y un excelente comunicador.(Algo más sofisticado que su colega español Puente). Sus adversarios dicen que es poco popular con los negros, algo importante para los demócratas.
Hay más, pero por mi experiencia estadounidense quien tiene más posibilidades de derrotar a Trump es Michele Obama la exprimera dama más querida en el país desde Jacqueline Kennedy e idolatrada por todas las Begoñas del mundo mundial. El problema es que siempre ha sido reacia a meterse en el fregado electoral, captar fondos, debatir ahora a compañeros en pocas semanas, etc. Yo la votaría.
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El tercer escollo es el propio Biden. Si el no renuncia el problema, entre otras cosas por el escaso margen temporal, se complica enormemente. Llegar a un «convención abierta» en agosto sin su retirada puede ser muy divisorio para el partido. Por eso surgen autorizados comentaristas que suplican a familia, amigos y colaboradores que le sugieran se marche con buena reputación y no la manche perdiendo con Trump. La más recalcitrante e influyente es su mujer Jill que parece aborrecer tanto como su marido que sea un tipo como Trump quien lo eche de la política.
La prensa conservadora titula : «La cruel Jill se aferra al poder». Mientras desde otras posiciones, abogando la retirada a tiempo y pidiendo realismo a los cercanos a Biden, se escribe que «la lealtad y la disciplina tienen un coste», unos límites. Y el New York Times, prodemócrata , bastión antitrumpiano, editorializa que Biden debe marcharse ya. Opinión quizás crucial.