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Ramón Pérez-Maura
La campaña americanaRamón Pérez-MauraAnálisis

La resurrección de Donald Trump

Después de que en la Casa Blanca no supiéramos quién mandaba estos años, los que estaban a los mandos gestionaron la campaña electoral con la certeza de que Biden no llegaría hasta el final. Pero no hubo ni un solo candidato alternativo. Porque los Obama querían a Harris

Actualizada 04:30

El expresidente estadounidense y candidato presidencial republicano Donald Trump en un mitin en Georgia

El expresidente estadounidense y candidato presidencial republicano Donald Trump en un mitin en GeorgiaAFP

Cuando Donald Trump perdió las elecciones hace cuatro años era un cadáver político. Su comportamiento en los últimos meses de su mandato consiguió dejar su popularidad en el momento de abandonar la Casa Blanca en un 34 por ciento, según el sondeo de Gallup. Es decir, el peor resultado del primer mandato de un presidente desde que Jimmy Carter dejó la Casa Blanca en enero de 1981 con los rehenes norteamericanos secuestrados en Teherán.

Lo normal sería que el asalto al Capitolio hubiera acabado con la carrera política de Trump, pero hoy roza con la yema de los dedos la puerta de la Casa Blanca. Y eso ocurre a pesar de los muchos millones de estadounidenses que ven en él una amenaza a la convivencia, los que creen que tiene un perfil fascista, su supuesto racismo… La campaña demócrata necesita hacer ese discurso porque no puede blasonar casi ningún logro relevante en los cuatro años en los que su candidata Kamala Harris ha estado de segunda en la Casa Blanca.

Y lo que es peor, una vez que ya no se pudo ocultar el verdadero estado mental del presidente Biden, nadie ha podido confirmar quién estaba al mando allí. Y desde luego nada parece indicar que fuese Harris. En esta campaña hemos visto una candidata que sonríe bien —mucho mejor que Trump— saluda bastante bien y ha marcado estilo indumentario con el traje de chaqueta. Y poco más. Se pasa el día diciendo naderías, sin aportar una sola iniciativa para su Gobierno. Si de verdad ella va a ser diferente a Biden, lo menos que podría hacer es enumerar algunas de sus políticas diferentes. Hasta ahora, ni una.

Así que quienes, en muchos casos con razón, denuncian a Trump como un tipo del que conviene estar alejado, han de saber que llega al final de la campaña en óptimas condiciones para volver a ganar. Cometerá errores, como el de Puerto Rico el pasado domingo en el Madison Square Garden. Pero puede ganar no porque haya sido capaz de rehabilitar su imagen respecto de la que tenía cuando se fue a casa el 20 de enero de 2021, sino por la flagrante ineptitud y arrogancia de los demócratas. Cuando Trump fue derrotado, ellos creyeron que una política con menos gritos y con una pandemia por medio les podía presentar la oportunidad de introducir en la sociedad norteamericana sus políticas Woke, planteamientos acientíficos sobre el género, la reescritura de la Historia condenando la colonización, la facilitación de la inmigración ilegal. Por no hablar de la bochornosa retirada de Afganistán que emuló la de Vietnam, el momento de la mayor humillación para los Estados Unidos.

Después de que en la Casa Blanca no supiéramos quién mandaba estos años, los que estaban a los mandos gestionaron la campaña electoral con la certeza de que Biden no llegaría hasta el final. Pero no hubo ni un solo candidato alternativo. Porque los Obama querían a Harris. Y así, para cuando Biden anunció su retirada, ya era imposible hacer unas nuevas primarias y los compromisarios que fueron enviados a la convención con un mandato, hicieron otra cosa. Y a los pocos a los que se les ocurrió decir que este proceso era ilegal, los medios afines los acallaron llamándoles misóginos y racistas.

Pues bien, si Donald Trump gana el próximo martes, quienes se lleven un disgusto —y yo no me alegraré porque no me gusta ninguno de los dos candidatos— ya saben de quién es la culpa: del Partido Demócrata.

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