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AnálisisIgnacio Foncillas

Trump 2.0: su misión para cancelar la cultura 'woke'

El movimiento 'woke' se ha convertido en juez, policía y verdugo, particularmente en Estados Unidos

Donald Trump, en una imagen de archivo

La próxima administración de Donald Trump, además de enfrentarse al monstruo del Estado administrativo, tiene una tarea monumental: liberar a la democracia estadounidense de su gran enemigo interno: la cultura woke.

El término woke tiene su origen a mediados del siglo XX, cuando hacía referencia a la necesidad de estar alerta, o «despierto», frente a las injusticias sociales. Inicialmente asociado al racismo, el concepto se expandió para abarcar todas las supuestas injusticias y fobias denunciadas por la nueva izquierda. Entre ellas encontramos el sexismo, la misoginia, el nacionalismo, el «tallismo», la homofobia, la transfobia, la xenofobia o incluso la gordofobia. Sin embargo, de forma curiosa, la lucha contra el antisemitismo y el anticatolicismo parecen haber quedado fuera de su ámbito de preocupación. Res ipsa loquitur (los hechos hablan por sí mismos).

Lo que comenzó como un fenómeno limitado a los círculos activistas y académicos de las universidades de élite se extendió rápidamente a través de movimientos como Black Lives Matter y Me Too. Pero su verdadero peligro surgió con la implementación de su brazo ejecutor: la cultura de la cancelación (cancel culture), una estrategia de boicot y exclusión pública dirigida contra aquellos que se atrevían a cuestionar las ideas predominantes.

La cultura del miedo

Este fenómeno ha instaurado un clima de autocensura sin precedentes. Profesores, periodistas y ciudadanos comunes temen expresar opiniones contrarias por miedo a ser «cancelados», una práctica que puede incluir despidos, amenazas e incluso ostracismo social.

Un ejemplo ilustrativo es el caso del profesor Gordon Klein, de la UCLA. Durante las protestas tras el asesinato de George Floyd, Klein rechazó la petición de un grupo de activistas para que mostrara flexibilidad en las calificaciones de los estudiantes afroamericanos, alegando el trauma que supuestamente les afectaba. En lugar de aceptar, Klein respondió con preguntas retóricas que evidenciaban la inconsistencia de la solicitud: ¿Cómo debería tratarse a los estudiantes de raza mixta? ¿Deberían extenderse estas concesiones a estudiantes de otras ciudades como Minneapolis? ¿No contradecía esta petición el sueño del reverendo Martin Luther King, quien abogaba por juzgar a las personas por su carácter y habilidades, no por su color de piel?

La reacción fue inmediata: Klein fue suspendido de empleo y sueldo, acusado de racismo, y sus clases fueron asignadas a otros profesores. Durante meses necesitó protección policial debido a las amenazas contra su vida y la de su familia.

Juez, policía y verdugo

El movimiento woke se ha convertido en juez, policía y verdugo, particularmente en Estados Unidos, donde grupos marginales asumen el papel de víctimas (los ofendidos), árbitros (deciden quién ofende) y ejecutores (imponen el castigo). Todo esto ha contado con el apoyo explícito de gran parte del Partido Demócrata y sus funcionarios, quienes han utilizado esta narrativa para consolidar su control.

El presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, habla durante el AmericaFest 2024AFP

Este binarismo simplista de ofendidos y ofensores ha encontrado eco también en Europa. Con la excusa de combatir los bulos y la desinformación, muchos políticos europeos se han erigido en árbitros de lo que se puede o no se puede decir, sin intervención judicial ni debate público.

La raíz digital del problema

Según el psicólogo social Jonathan Haidt, el auge de la cultura woke no puede entenderse sin analizar los cambios profundos en la dinámica digital moderna. En su obra reciente y diversas intervenciones, Haidt identifica un período crítico entre 2011 y 2015 como el momento en que comenzó lo que él llama el «gran despertar» (The Great Awokening), caracterizado por una creciente polarización y radicalización ideológica en plataformas digitales.

Haidt argumenta que el diseño de las redes sociales, particularmente con la introducción de botones como «Me gusta» y «Compartir» o «bloquear» en Facebook y Twitter, transformó el panorama comunicativo global. Antes de esta era, las redes sociales eran esencialmente un lugar para conectar personas y compartir ideas de manera más personal. Sin embargo, estas herramientas añadieron un componente de recompensa inmediata (likes, retweets) que fomentó comportamientos de validación social y, al mismo tiempo, amplificó las dinámicas de conflicto.

En este nuevo entorno, la expresión de ideas controversiales o disidentes no solo provoca respuestas enérgicas, sino que se castiga con campañas masivas de humillación pública. Las personas tienden a bloquear a aquellos con opiniones contrarias, creando cámaras de eco donde sus propias creencias se refuerzan continuamente sin ser desafiadas. Este fenómeno, conocido como pensamiento grupal (groupthink), ha generado comunidades cerradas donde las narrativas extremistas prosperan y se vuelven más rígidas.

Además, Haidt señala que el discurso público en plataformas digitales ya no está motivado por la búsqueda de verdad o consenso, sino por el performance, es decir, la búsqueda de viralidad y reconocimiento social. Dos mil personas escandalizadas en Twitter pueden tener más impacto que un periódico entero, y el contenido más emocionalmente cargado, escandaloso o polarizador es el que se difunde con mayor rapidez.

Las claves para revertir la cultura 'woke'

Para enfrentar esta dinámica, Trump 2.0 parece dispuesto a implementar medidas concretas, entre ellas: eliminar la teoría crítica de la raza del currículo escolar; Cerrar las oficinas de DEI en instituciones financiadas por el gobierno federal; condicionar la financiación a universidades para que eliminen políticas de discriminación activa; y, garantizar la libertad de expresión en redes sociales mediante la supresión de la censura previa.

Sin embargo, como apunta Haidt, la verdadera raíz del problema no está solo en las políticas institucionales, sino en la forma en que las redes sociales han reestructurado la comunicación humana. Mientras las plataformas sigan incentivando la polarización, será difícil restaurar una cultura de debate abierta y libre.

El futuro de la resistencia

La cultura woke no es solo una moda pasajera o una tendencia académica; es un proyecto ideológico que amenaza con desmantelar los valores fundamentales que sustentan las democracias occidentales. En esta batalla, Trump 2.0 representa más que un presidente; es un símbolo de resistencia contra una narrativa que busca silenciar, dividir y reescribir la esencia misma de las sociedades libres.

Elon Musk, propietario de la plataforma XNurPhoto via AFP

En este nuevo ciclo, los ciudadanos no solo están cansados de la censura y el pensamiento único, sino que exigen la recuperación de un espacio público donde las ideas puedan debatirse libremente. La utopía woke se ha convertido en una distopía que asfixia la creatividad, el mérito y el diálogo. La falsa promesa de inclusión ha traído consigo la exclusión de quienes no comulgan con sus dogmas, y su impacto ya no es teórico: las familias, los lugares de trabajo y las instituciones están fracturados por un discurso que prioriza la ideología sobre la realidad.

La reacción ya está en marcha. En Estados Unidos, la victoria de Trump es un mensaje claro: el pueblo está dispuesto a enfrentarse a este cáncer cultural, sin importar cuán poderosa sea su maquinaria. Los excesos de los movimientos woke, desde la histeria propalestina en universidades hasta las campañas de cancelación masiva, están provocando un cambio. Donantes, líderes empresariales e incluso académicos comienzan a rechazar esta tiranía disfrazada de progreso.

Sin embargo, esta lucha no debe limitarse a Estados Unidos. Europa enfrenta un espejo inquietante: la infiltración de esta narrativa está erosionando los pilares de la civilización occidental. Si no se actúa con firmeza, los valores que surgieron tras la Segunda Guerra Mundial, los derechos conquistados en el movimiento por los derechos civiles y el consenso democrático que nació de la Transición en España, podrían ser arrasados por el mismo tsunami cultural que ahora desafía a Estados Unidos y que ya ha penetrado el sistema linfático de la Unión Europea.

La resistencia no puede esperar más. Es imperativo que los líderes políticos, los intelectuales y los ciudadanos comunes de ambos lados del Atlántico actúen con determinación para erradicar la cultura woke antes de que su influencia sea irreversible. Esta batalla no se libra solo por la libertad de expresión, sino por la supervivencia de una civilización fundamentada en la razón, el mérito y el respeto por la verdad. Una verdad que no debe ser dictada por popes autoproclamados, sino surgida de un diálogo abierto y equitativo, donde las ideas se enfrenten con valentía y sea la audiencia, no las élites, quien decida su validez.

Como dijo Edmund Burke: «Lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada.» Trump 2.0 es solo el principio, pero cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de formar parte de esta resistencia, desde las cenas con amigos hasta las reuniones familiares o los consejos de padres en las escuelas. El combate contra la cultura woke no se libra solo en los despachos o las urnas; empieza en los pequeños actos cotidianos, en el coraje de defender la verdad y la libertad, incluso cuando sea incómodo.

Lo que está en juego no es solo un modelo cultural, sino el futuro de nuestras democracias, de nuestras libertades y del progreso real. Progresista no es quien se autodenomina como tal, sino aquel que, a través de su conducta, sus aportaciones intelectuales y sus actos, impulsa el avance de la sociedad: individualmente, colectivamente y, sobre todo, en términos de bienestar. No debemos asumir que quien se etiqueta como progresista trae progreso alguno. Al contrario, debemos juzgar sus ideas y acciones por sus resultados, no por sus intenciones.

  • Ignacio Foncillas es abogado que ejerce en Miami