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AnálisisConor Ohealaigh De Miguel

La política del entretenimiento: entre la distracción y la inacción

Cuanto más nos preocupamos por conflictos y problemas que no nos afectan, más los alargamos y más los complicamos

Madrid Actualizada 16:36

El presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, el primer ministro británico, Keir Starmer, y el presidente de Francia, Emmanuel Macron, se abrazan después de reunirse durante una cumbre en Lancaster House, en el centro de Londres,

El presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, el primer ministro británico, Keir Starmer, y el presidente francés, Emmanuel Macron, en Londres,AFP

«Vivimos en un periodo donde los políticos no son muy queridos. Y créanme, ustedes tienen mi simpatía», Sir Oswald Mosley.

En un mundo en constante cambio, los dirigentes políticos han encontrado en la sobreinformación un instrumento de poder tan eficaz como sutil. La técnica de «¡Mira, un cerdo volador!», utilizada para distraer la atención de la opinión pública, ha evolucionado hasta convertirse en una estrategia de Gobierno. Se trata de inundar a la población con un caudal incesante de información, a menudo irrelevante o ajena a sus intereses reales, mientras las cuestiones domésticas quedan relegadas a un segundo plano.

Este fenómeno no es nuevo. Desde el siglo XX, la política ha recurrido a la creación de urgencias y preocupaciones artificiales para orientar el debate público. Sin embargo, en la era digital, donde las noticias circulan con una velocidad sin precedentes, este mecanismo se ha perfeccionado. Hoy, el bombardeo constante de titulares y narrativas prediseñadas impide una reflexión profunda sobre los problemas reales que afectan a la sociedad.

Un ejemplo paradigmático de esta dinámica es la invasión rusa de Ucrania, un conflicto que, pese a su dramatismo y consecuencias geopolíticas, no parece tener un impacto directo sobre la vida cotidiana de los ciudadanos españoles. Y, sin embargo, domina las conversaciones, las decisiones políticas y las asignaciones presupuestarias. En una conversación reciente, mi propia abuela repetía la consigna de «debemos ayudar a Ucrania» tras escucharla en la radio.

Pero, al ser cuestionada sobre la relevancia histórica de dicho país en su propia vida, se percató de que, hasta hace pocas décadas, Ucrania ni siquiera existía como entidad soberana, sino como parte de la Unión Soviética, y que ahora, de un momento a otro, se suponía que todos teníamos que preocuparnos por su desaparición, aunque hasta hace poco no existiese. Esta reflexión ilustra cómo ciertos discursos emocionales pueden moldear la percepción pública sin un verdadero análisis crítico.

Históricamente, Europa ha sido testigo de numerosos conflictos, desde la Guerra de los Balcanes hasta la Segunda Guerra Mundial, muchas veces agravados por la intervención de actores externos que, sin comprender del todo las causas subyacentes, han alterado su curso con consecuencias devastadoras. La masacre de Srebrenica, perpetrada bajo la mirada impotente de los «cascos azules» de la ONU, es una muestra de cómo la presencia internacional no garantiza la solución de un conflicto, sino que, en ocasiones, lo perpetúa.

Tras más de tres años de guerra, la situación recuerda a las trincheras de la Primera Guerra Mundial

Hoy, los organismos internacionales insisten en defender ciertos valores y principios, pero su razón de ser implica intervenir en disputas ajenas para justificar su propia existencia. Esto conlleva el peligro de prolongar las hostilidades y sumar nuevos actores a conflictos que podrían resolverse internamente. En el caso de Ucrania, la respuesta occidental ha sido rápida y contundente: envío de armamento, apoyo financiero y sanciones económicas. Sin embargo, tras más de tres años de guerra, la situación recuerda cada vez más a las trincheras de la Primera Guerra Mundial, con enfrentamientos de desgaste y un elevado coste humano y material.

Esta estrategia plantea una pregunta ineludible: ¿cuándo se detendrá el apoyo indiscriminado a un conflicto que parece no tener solución militar? Alimentar una máquina de guerra que consume vidas y recursos sin una perspectiva clara de victoria no solo debilita a los países que aportan ayuda, sino que también impide abordar las crisis internas que afectan directamente a sus ciudadanos.

La historia enseña que las guerras no se resuelven con intervenciones externas prolongadas, y con esto me tomo la libertad de recordar que el título Guerra Mundial no se acaba en la secuela número II, y a este paso, cada vez más, nos acercamos a la realización de la trilogía bajo este título, la solución se encuentra en las negociaciones y acuerdos que permitan un punto medio aceptable para ambas partes.

La cuestión es si los gobiernos actuales están realmente interesados en la paz o si prefieren perpetuar un conflicto que mantiene a la población distraída y a sus propias deficiencias en segundo plano. En este contexto, cabe preguntarse: ¿realmente debemos preocuparnos por los problemas del barrio de al lado cuando nuestro propio jardín está en ruinas?

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