Donald Trump y el nuevo orden democrático
El presidente de Estados Unidos inicia un nuevo camino para el orden democrático a nivel nacional e internacional, con leyes y narrativas de incierto futuro, pero de inevitable impacto

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en un evento en la Casa Blanca en Washington, DC
Descolocados. A izquierda y derecha del espectro político no salían del estado de conmoción. Los primeros porque no esperaban la intensidad de su revolución, y los segundos porque no creían que la misma iba a superar tantos límites. Desde la nueva izquierda post marxista (ya casi sin partidos propios, pero con la hegemonía institucional y cultural) pensaban que su narrativa sería eterna e incontestable, y desde la nueva derecha post cristiana (a veces indiferenciables de la socialdemocracia en tantos aspectos) creían que no había más opción que adaptarse a ese discurso dominante durante décadas. Pero de repente se dieron cuenta que había una alternativa en su propio espacio vital, que germinaba, ni más ni menos, en la primera potencia mundial, supuesto garante del estatus quo, y que combatía con malos modos y formas sin complejos ese universo ideológico que se proclamaba poseedor de verdades irrefutables.
Desconcertados. El «consenso liberal-progresista» entró en pánico, y cayeron muchas caretas con la propuesta geopolítica de Washington. Izquierdistas antibelicistas que clamaron por el fin de la guerra de Ucrania y por evitar mandar armas y tropas a Kiev, veían ahora como su archienemigo posmoderno, o sea Donald Trump y su proyecto MAGA, planteaba terminar ese conflicto por las buenas o por las malas sin usar sus lemas y sin contar con ellos. Quizás pensaban que los imperialistas yankis nunca cambiarían. Derechistas atlantistas que durante años aceptaron a Trump como una especie de salvador, deslenguado e irreverente, pero necesario, para acabar con la «ideología woke» y el intervencionismo estatal, lo definían inmediatamente como una especie de lunático prorruso. Quizás querían, en lo más hondo de su corazón, que hubiera ganado Kamala Harris.
Desnortados. Si los EE.UU. ya no querían apoyar a Ucrania en su lucha contra el invasor, ni querían defender a la OTAN (aunque Trump siempre fue meridianamente claro sobre su necesaria reforma o final), ni respetaban el libre mercado a la antigua usanza, ni compartían los valores liberal-progresistas pactados (especialmente en lo referente a la llamada «ideología de género»), la Unión Europea debía reaccionar: militarización acelerada ante la supuesta amenaza de invasión rusa (quitando, por ejemplo, partidas a las política sociales tarde o temprano), cordones sanitarios a diestro y siniestro contra reaccionarios, negacionistas y prorrusos, y creación de un nuevo eje, ni más ni menos, que con China, dictadura comunista que no respeta los derechos humanos pero que es nuestra necesaria y gran fábrica mundial.
Algo paradójicamente lógico, ya que, durante años, pese a la primacía en la propaganda de la defensa innegociable de los derechos humanos de Bruselas y las capitales occidentales, nuestros gobernantes nunca plantearon sanción ni boicot alguno contra el gigante asiático ante su vulneración sistemática de las libertades (desde Hong-Kong al Tíbet), como tampoco lo hicieron contra tantos dictadores y autócratas africanos y asiáticos que, usando cierta jerga diplomática occidental y tradicional, son «nuestros hijos de puta».Descorazonados. Traición, y por todo lo alto. Establecer aranceles y hacer proteccionista al capitalismo, negar la identidad de género y defender la identidad judeocristiana, insultar al multiculturalismo y proteger sus fronteras ante la inmigración masiva e ilegal, pactar con Vladimir Putin y abandonar a Ucrania. Demasiado para una generación educada, en la escuela y en la prensa, en una determinada forma de pensar liberal-progresista (de lo atlantista a lo inclusivo). Demasiado.
Despreciados. Defensores de la minorías que claman al cielo, porque no era concebible volver hacia atrás. Prohombres liberales o libertarios que se consideraban engañados al cuestionarse el lassiez passer. Atlantistas impactados porque los EE.UU. dejaban sola a Ucrania y a la UE frente al imperialismo ruso. Intelectuales conservadores desgarrados por una batalla cultural que creían que sería solo de cara a la galería. Incipientes geoestrategas indignados por el «realismo político» de Trump ante la que consideraba una guerra lejana, ajena y perdida en la llanura sarmática, así como por su interés primordial en su espacio vital americano. Internautas conmocionados profundamente porque gurús tecnológicos y varios millonarios famosos en redes dejaban de seguir el programa liberal-conservador y se arrimaban al que había ganado en las elecciones de 2024. La nómina de afectados y agraviados parece interminable ante la ejecución, en vivo y en directo, del programa Save America, que parecía no haberse leído demasiados de sus críticos de primera y última hora.
Desafiados. Un nuevo orden se avecina. Trump y Vance lo anunciaron. Su revolución tecnoconservadora, a modo de versión norteamericana de la «modernización conservadora» ya planteada en otros escenarios occidentales y occidentalizados, ha llegado al poder con mayoría de votos, intentando encabezar un heterogéneo fenómeno soberanista/identitario mundial, con un plan nacionalista muy claro (del «destino manifiesto» al excepcionalismo patrio) y con una estrategia directa y desacomplejada bien curtida en la batalla cultural. Bufones y extremistas, chiflados o perturbados, siempre reaccionarios y ahora prorrusos. Así eran y debían de ser definidos los nuevos inquilinos de la Casa Blanca. Porque no podía haber alternativa posible, no podía existir nadie en contra del sistema, no podían tener algo de razón tantos que les votaban y tantos que podían imitarles.
En nuestras democracias no siempre se puede controlar a quién se vota y por qué se vota
Desilusionados. La realidad tenía que coincidir con los deseos. Una máxima de todo poder que necesita mandar sin contestación, democrática o autocráticamente. Pero hay cosas que no se pueden domeñar. Por ejemplo, en nuestras democracias no siempre se puede controlar a quién se vota y por qué se vota (pese al dominio fáctico de partitocracias o bipartidismos de los organismos, los recursos y las propagandas); y en muchos lugares del llamado «primer mundo», las urnas dan en ocasiones desagradables sorpresas, o los recién elegidos a veces se salen, sin sentido aparente, del camino adecuado. Lo vemos y lo vimos. Más de setenta millones de norteamericanos eligieron a ese señor de pasado oscuro y maneras obscenas, considerado como un auténtico peligro para la humanidad desde The Washington Post; y Viktor Orbán, formado como liberal atlantista de pura cepa para la Hungría postcomunista, ha acabado siendo definido desde Euronews como «el verso suelto de la UE» y como amigo privilegiado de Putin.
Y lo veremos quizás en Europa del Este (de Eslovaquia a Rumanía), en Iberoamérica (de El Salvador a Brasil) o a lo mejor en el occidente del Viejo Continente (eso sí, siguiendo el mesurado camino italiano de Giorgia Meloni). Ahora bien; pese a que la realidad mostraba cómo en la sociedad abierta y rica estadounidense tanta gente votaba por el mal y cómo en el estado del bienestar europeo tanta gente se sentía atraída por el mal, en los sueños estas consecuencias indeseables no eran fruto de errores o fracasos del sistema liberal-progresista (del desarraigo a la desindustrialización), sino resultado de la pérfida acción de esos malvados opositores que engañaban a las masas incultas (obreras, pueblerinas, provinciales) con fake news, promesas populistas y discursos de odio.
Desconectados. Hay que recordarlo, en sus obviadas realidades y ante determinados sueños recurrentes. Las formas políticas son también contingentes; es decir, temporales y reversibles. No solo mutan aspectos y sociales en el devenir humano. Han existido, existen y existirán, más que nos pese a tantos de nosotros formados en esa mentalidad sacrosanta, formas de Gobierno y de Estado diferentes, distintas, alternativas que han dado, dan y darán sentido y significado, en cada contexto espacio-temporal, a esa tan humana «esencia de lo político», como diría Julien Freund. Y dentro de ellas, habrá otras manifestaciones de «lo democrático» que nos ilusionen o nos asusten. Existieron imperios depredadores y generadores (Gustavo Bueno dixit), multiétnicos y plurinacionales, terrestres y marítimos, que apelaban a la Roma de Augusto o, metapolíticamente, al poder superior al que acudir o al que someterse.
También encontramos, en la historia, repúblicas de todo tipo, monarquías de diferente índole, reinos de tamaño diverso, federaciones y confederaciones con nombres variados, así como autocracias y dictaduras recurrentes (muchas de las cuales se autoproclamaban como democráticas, bien al estilo popular o socialista, bien de modo más conservador, soberano o liberal), y creaciones democráticas reales o formales que también han mutado (de la más censitaria a la más social), incluso en la centuria en la que nació y pretendió ser faro mundial su fórmula «liberal y atlantista». Se imponen, bastantes veces, voluntades personales o colectivas muy alejadas de lo que debería decir la ciencia política obligatoria.
Democráticos. La historia, pese a memorias que la quieren fija o la dan por terminada, está siempre por escribir, en lo que hicimos, hacemos y haremos. Nos guste o no el cambio sobre lo que recordamos o sobre lo que está por venir. Trump inicia un nuevo camino para el orden democrático a nivel nacional e internacional, con leyes y narrativas de incierto futuro, pero de inevitable impacto. Llega una forma distinta de entender la democracia al país donde se escribió constitucionalmente «We the people…», en busca de un complicado equilibrio, en principio patrio (America first) entre rescatar lo fundamental de esa tradición a la que debemos regresar y lo necesario de esa innovación que nos hace progresar.
Aunque eso no es democracia, se le acusa a diario, o esa no es nuestra democracia, se proclama dentro y fuera de sus limes. Porque muchos de ese pueblo están asustados, muchos están indignados en nuestro entorno, y muchos no lo terminan de comprender aquí y ahora. Pero siempre es bueno recordar que aquella democracia a las que nuestros popes siempre acuden para fundarlo todo (la griega, la ateniense, la de la polis), era restringida y esclavista.