Boric acaba con la tradicional neutralidad de Chile en el conflicto palestino-israelí
Como en tantas otras áreas, el voluntarismo impera en la gestación de la política exterior chilena bajo la «doctrina Boric», quien actúa como si su interés personal y el nacional fueran idénticos
Cuesta entender qué pretende realmente el Gobierno chileno al involucrarse de la manera en que lo está haciendo en el conflicto entre Israel y Hamás. La abierta hostilidad que muestra el presidente Gabriel Boric hacia el primero se ha transformado en la postura oficial de Chile respecto de la cuestión palestino-israelí, en un giro inusitado de la política exterior chilena y en otra muestra de la particular forma que tiene el mandatario de gestionar los asuntos de Estado.
Ya como diputado (2014-2022), el hoy presidente se mostró crítico de la actuación israelí respecto de los palestinos. «Israel viola impunemente todas las resoluciones y acuerdos de la ONU que lo han instado a dejar de construir asentamientos en territorio palestino. La violencia de la ocupación y cómo los países poderosos miran hacia el lado, son brutales. Desde Chile podemos aportar a cambiar esto», escribió en 2018 Boric en Twitter, durante una visita a Cisjordania realizada bajo los auspicios de la Autoridad Nacional Palestina. Según el entonces parlamentario, el tema le interesa y ha leído libros y sostenido conversaciones para informarse sobre él.
Es posible que el viaje de 2018 haya profundizado las convicciones de Boric en torno a Palestina-Israel, porque, desde que asumió los poderes como presidente en 2022, ha protagonizado una serie de gestos y acciones que expresan su malestar con Israel y la manera en que este se comporta con los palestinos.
Es natural que las convicciones de un mandatario influyan en las políticas que este impulsa. En el caso de la política exterior, esto tiene límites obvios y necesarios. Para que una determinada política exterior sea legítima, deben concurrir al menos dos factores: deliberación y coincidencia entre los principios que son promovidos y el interés nacional del país.
La Constitución chilena entrega al presidente de la República la conducción de las relaciones con otros Estados y organismos internacionales. Pero esta atribución no debe ser entendida como un privilegio otorgado de manera arbitraria, sino más bien como una responsabilidad grave depositada sobre los hombros de quien ocupa la jefatura del Estado. Supone no olvidar que, como cualquier política, la política exterior requiere legitimidad, la cual se construye partiendo por someterla a un proceso deliberativo.
En el caso de la postura chilena ante Israel, el Gobierno ha sorprendido en reiteradas oportunidades al actuar de manera unilateral, inconsulta e incluso caprichosa. Esto último quedó de manifiesto en la inusitada decisión del presidente de la República de no recibir en septiembre de 2022 al embajador de Israel citado al palacio de La Moneda para presentar sus cartas credenciales. También en el hecho, revelado hace unos días, de que Chile participa desde hace meses en procesos legales que se relacionan con la cuestión palestino-israelí en la Corte Penal Internacional. De esta forma, al voluntarismo que exhibe el presidente respecto de Israel se suma la opacidad de la cancillería chilena para abordar este tema.
Esta forma de actuar se ve agravada cuando se observa que no es posible distinguir con claridad por qué razón el Estado de Chile dedica tiempo, prestigio y recursos humanos a involucrarse en un conflicto en el que no se encuentra en juego el interés nacional chileno. La pregunta sin respuesta lógica es qué es lo que motiva al Estado de Chile a intervenir de la manera en que lo está haciendo en este conflicto concreto y qué espera conseguir con su actuación.
El argumento de la promoción y defensa de los derechos humanos es un barril sin fondo
Podrá decirse que es la defensa de los derechos humanos. Sin embargo, surge de inmediato la interrogante de por qué el Estado de Chile inicialmente creyó necesario intervenir en favor de los derechos de los palestinos y no de las víctimas asesinadas o secuestradas por Hamás en su incursión el 7 de octubre (finalmente también las incluyó). El problema es que el argumento de la promoción y defensa de los derechos humanos es un barril sin fondo.
¿Por qué no protestar entonces para proteger a los presos políticos que languidecen en las cárceles cubanas, o a los rohinyá reprimidos por el régimen de Myanmar, o los millones de muertos provocados por la guerra en la República Democrática del Congo, por poner solo algunos ejemplos? De hecho, si la defensa de los derechos de los perseguidos constituyera un aspecto sustantivo del interés nacional, no se entiende por qué el presidente Boric se abstuvo de plantear el tema durante su visita a China en octubre pasado.
Todo lo anterior conduce a una conclusión ineludible: la razón que explica por qué Chile ha optado por involucrarse en el conflicto palestino-israelí es que Gabriel Boric así lo ha determinado. No parece haber aquí un interés nacional, sino uno personal: al mandatario le causa singular disgusto la forma en que se comporta Israel con los palestinos y ha decidido que la política exterior chilena es la mejor manera de expresar ese agudo malestar que quema sus entrañas. Por supuesto, poco le importa que esto distorsione la idea central por la cual la institucionalidad chilena le otorga al presidente de la República la conducción de la política exterior: el jefe de Estado, al ser la única autoridad elegida por todos los ciudadanos, debería ser quien vele por el bienestar y el interés de la nación toda, no de alguna facción o grupo particular. Por supuesto que este impecable raciocinio queda derrotado cuando el mandatario opera solamente sobre la base de una convicción personalísima.
Boric ha roto la tradicional neutralidad de Chile en este conflicto
Aunque el canciller chileno (ministro de Relaciones Exteriores), Alberto van Klaveren, ha sostenido que está «reiterando» la «posición histórica del Gobierno de Chile», lo cierto es que el comportamiento de la Administración Boric respecto del conflicto palestino-israelí ha introducido una serie de innovaciones nada bienvenidas a la política exterior chilena: 1) Pese a que el candidato Boric denunció en su momento falta de transparencia en la conducción de las relaciones exteriores, su Gobierno ha actuado con extrema opacidad al involucrar de manera inconsulta al país en procedimientos legales que se siguen contra Israel en tribunales internacionales; 2) Ha fijado como criterio la mera voluntad del mandatario para involucrar al Estado en un conflicto internacional, reemplazando el interés nacional por el interés personal como razón suficiente para ello; 3) Ha roto la tradicional neutralidad de Chile en este conflicto, llevando a Chile el conflicto en Medio Oriente y profundizando una tendencia que venía desde antes, pero que la actitud de este gobierno ha ayudado a reforzar: la creciente animadversión entre descendientes de palestinos y judíos en Chile. Al mismo tiempo ha generado un quiebre con la Comunidad Judía, evidenciado en la decisión de esta de no asistir al acto organizado por la cancillería para el Día Mundial de la Shoah el próximo 27 de enero.
Como en tantas otras áreas, el voluntarismo impera en la gestación de la política exterior chilena bajo la «doctrina Boric», quien actúa como si su interés personal y el nacional fueran idénticos.