El régimen venezolano convierte la corrupción en su razón de ser
El resultado es una guerra inevitable entre pandillas que quieren intervenir en el territorio de otro, apropiarse de su negocio o defender el suyo, pero también de una guerra interna por controlar el poder
La sorprendente noticia de la detención de Tareck El Aissamí, del exministro Simón Zerpa, de cuatro ex viceministros y del empresario Samark López, (unos 54 detenidos en total) puso al descubierto, según la versión del fiscal general de la República, la existencia de una enorme red de corrupción, de una mafia, conformada por altos funcionarios que logró extraer de los fondos públicos la bicoca de 100 mil millones de dólares de PDVSA y del fondo de criptomonedas del Estado.
Esto ocurrió ante la mirada impávida del Gobierno de Nicolás Maduro, de la contraloría general de la República y del sistema de seguridad cubano, reforzado por la nueva Putin-KGB.
Para colmo, también se los señala como posibles financistas de los intentos de magnicidio y de varias acciones terroristas ocurridas en los últimos años.
Los detalles de esta gigantesca red de corrupción, que ha sustraído a lo largo de más de 20 años unos 700 mil millones de dólares de los fondos públicos, se vienen conociendo desde hace unos 15 años, a partir de las confesiones del empresario sirio-venezolano Walid Makled, prisionero en Estados Unidos desde 2015.
El evento señalado ha generado un complejo de pugnas internas por el control del poder económico y político, que están siendo protagonizadas por grupos liderados por los más altos funcionarios del Gobierno.
Este entramado de corrupción y las pugnas por el poder entre grupos, ha tenido efectos políticamente debilitadores, tanto a nivel nacional (el descontento y la reducción de su capital social cuya intención de voto apenas supera el 10 %) como internacional (la pérdida creciente de credibilidad), como ha sido expuesto a la vista pública.
El resultado es una guerra inevitable entre pandillas que quieren intervenir en el territorio de otro, apropiarse de su negocio o defender el suyo, pero también de una guerra interna por controlar el poder.
Por eso, estamos de acuerdo con la politóloga venezolana Paola Bautista de Alemán (Las transiciones de la democracia, Forma, 2023), cuando afirma que «las reversiones democráticas están a la orden del día … como procesos sostenidos de erosión institucional… Y corrupción… que han favorecido la aparición de nuevas formas de autoritarismos».
Así fue como Venezuela pasó progresivamente, entre 1999 y el 2023, de la democracia a la dictadura, y se convirtió en pionera del desmantelamiento degradante de la estructura del Estado y en ejemplo perverso de la más alta corrupción en Iberoamérica y el mundo.
La condición actual del Estado venezolano tiene expresión evidente en su incapacidad genética para hacer lo que le corresponde en los ámbitos económico, social y político propios de un Gobierno, pero con muy alta eficiencia para reprimir a la disidencia política y torcerlo todo para permanecer en el poder «para siempre y como sea».
La dinámica criminal que se instaló, sustituyó los modos ordinarios de funcionamiento en una democracia, por las maneras e interacciones propias de las mafias, que transforman todas las instancias en espacios que se prestan para la corrupción, el negociado y el enriquecimiento personal, por medio de actividades ilícitas como el narcotráfico, el extractivismo de los recursos naturales –principalmente los petroleros y mineros– y cualquier otro que permita hacer negocios, como los alimentos, las medicinas, las armas, la chatarra y hasta las personas.
Un vistazo a los últimos 20 años del gobierno del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), ha dejado claro que la voluntad de permanecer en el poder lo ha llevado a desarrollar estrategias diversas de ejercicio de la violencia, tanto física como psicológica.
Tal estrategia pasa por la desnaturalización de las funciones y sentidos, tanto de las instituciones públicas, hoy convertidas en fuentes de corrupción, y de las Fuerzas Armadas Nacionales, transformadas en un partido político, pasando luego por el abierto respaldo a la guerrilla colombiana de las FARC y el ELN, para que actúen como retaguardia armada a lo largo de toda la frontera con el país vecino; también, la organización de grupos armados civiles bajo el nombre de «colectivos» y ahora denominados UPPAZ (Unidades Populares para la Paz), el apoyo a organizaciones criminales, fuera y dentro de las cárceles y la creación de «cuerpos policiales de tarea», con permiso para matar.
El propósito es, obviamente, someter de forma progresiva pero permanente a la población, bloquear las actividades de la oposición política e impedir las manifestaciones de descontento.
Agreguemos la persecución desatada contra líderes de la oposición (unos catorce civiles detenidos o solicitados, y 33 militares activos, así como el anuncio de que habrá más), solo en lo que va de año, con la excusa de participar en intentos de magnicidio, esos mismos que ahora se le atribuyen a El Aissamí.
Finalmente, es inevitable señalar que el ejercicio de la violencia en todas las formas, ha influido de gran manera en la emigración de más de siete millones de venezolanos.
El resultado es que el país, particularmente el extenso territorio que limita con Colombia, las áreas mineras de los Estados Bolívar y Amazonas, así como los barrios de las principales ciudades del país, está en manos de grupos delictivos que dominan espacios territoriales, en los cuales la Fuerza Armada tiene prohibido incursionar y la institucionalidad junto con la ley no se aplica.
Esto es lo que ocurre cuando los gobiernos devienen en redes de corrupción.
Entonces, tiene razón la autora cuando concluye diciendo que «el verdadero desafío estructural de una eventual transición hacia la democracia en nuestro país, será la gestión de la cultura y la dinámica criminal que han cooptado las instancias fundamentales del Estado» y, agregaría, de todos los espacios de la vida de la sociedad.