Aventureros del mundo posmoderno
Charles Péguy nos definió a los padres de familia como «esos grandes aventureros del mundo moderno» . Y la verdad sea dicha, cuando te has despertado cinco veces la misma noche porque el más pequeño de la tribu está «con los dientes» u otras alegrías parecidas que se les ocurren a tus otros hijos, tu cara mañanera poco tiene que ver con la de Indiana Jones.
A pesar de ello, no os fieis de las apariencias, la intuición de Péguy es fulgurante. ¿Qué es la aventura sino «las cosas que han de llegar»? ¿Y quiénes más que los padres miramos hacia delante a veces empujados, casi obligados por nuestros retoños? Entre los litros de café, necesarios para sobrevivir a las noches en vela, y la leche en polvo del biberón, cada día apostamos todo a uno. No tememos el futuro porque sabemos por experiencia que cada fin de mes es una incógnita que siempre se va resolviendo de forma providencial.
Aventureros somos cuando en la jungla urbana saltamos de colegios a sitios de trabajo cual Tarzán, soltando a cada quien en el sitio que le corresponde.
Aventureros somos ante la mirada asombrada de los paseantes porque nuestra prole supera el nivel 'de los dos', el número totémico de la reproducción razonable. Al pasar al lado, esos mismos nos obsequian, en el mejor de los casos, con un «¡Qué valientes!». En el fondo, sí lo somos. Aspiramos, con todos nuestros límites, a construir para la siguiente generación, que no es otra que la de los que corretean por casa. En nuestra particular opción benedictina, parafraseando a Rod Dreher, no echamos la mirada hacia atrás porque confiamos en alcanzar algún día la Meta.
En casa no hay que ganarse la silla
Para ello, tenemos un plan. Como cualquier aventurero que se valga, tenemos nuestro centro de operaciones: la mesa familiar. Alrededor de esta que alaba tanto Fabrice Hadjadj en su libro ¿Qué es una familia? cada uno tiene su lugar. Escándalo para las estructuras actuales donde todo es transitorio y todos somos sustituibles. El ciudadano digital se esfuerza por estar en movimiento permanente para captar la atención y hacerse un sitio. Así lo refleja la arquitectura del mundo laboral con esos open spaces efímeros donde los muebles no tienen propietarios y se adaptan a todo tipo de evento. En cambio, en casa no hay que ganarse la silla. Suele pasar que, además, cada una tenga nombre y apellido. Si alguno no está, se queda su sitio vacío ese día porque simplemente es el suyo. Antaño, en todas las mesas que se preciaban, se quedaba vacío «el lugar del pobre» para que no le falte sitio al que lo necesita. No nos vamos a engañar, eso también somos los padres de familia, pobres necesitados que nos sentamos porque tenemos hambre, sed, cansancio y necesidad de afecto. Volvemos exhaustos de la aventura cotidiana en la cual aceptamos irnos con lo puesto, «sin bolsa, ni alforja, ni sandalias» . En esta mesa, entre peleas fratricidas y alimentos voladores, reponemos fuerzas y todos juntos somos reflejo pobre, pero reflejo al fin y al cabo, de la Mesa Celestial.
Aquí está lo fundamental, porque hay aventura exterior sin duda, pero aún más aventura interior en este reto de acoger a cada familiar. En la mesa, el rostro del otro está expuesto, sin pantalla de por medio. Como apuntó Lévinas, es esta vulnerabilidad la que posibilita la relación.
En tiempos pasados uno se quitaba la armadura antes de sentarse a comer, hoy nos quitamos los filtros de Instagram, armadura digital por antonomasia. Aquí se produce la inclusión verdadera, todos son bienvenidos tales como son, porque lejos de ser un gueto, la familia tiene por vocación ser una comunidad que cultiva la hospitalidad. Es de esos pocos lugares donde todavía todas las generaciones se encuentran y conviven. Es donde nos ponemos en juego a través de nuestra capacidad de amar y de entregarnos. En este afán, san Bernardo de Claraval, Padre de toda una comunidad, nos libra de la exigencia de ser homo deus. Nos recuerda que «el corazón que alumbra tiene más valor que la inteligencia que brilla». Siguiendo esta luz cálida del corazón hacemos frente a las nuevas corrientes que nos prometen ser superhombres.
Nosotros, los aventureros del mundo posmoderno, preferimos ser héroes de la transcendencia para que nuestra mesa sea altar y nuestra familia, iglesia doméstica.