El sastre de Casado
Lo mejor es cómo hiperventilan, cómo engolan la voz y marcan el rictus para demostrar que la deriva de Casado les preocupa porque no es buena para España (mientras simultáneamente jalean que la justicia europea no nos devuelva a Puigdemont, este sí un patriota a extramuros de Casado)
Tengo que cambiar de gafas. Ayer estuve con Pablo Casado y me esforcé por descubrir en él lo que los mandarines de la progresía han percibido en su vuelta al ruedo en Valencia: un peligroso fascista contaminado de las políticas ultras de Vox, presto a despojarnos de nuestras conquistas democráticas y de nuestras libertades, un sheriff de corte abulense de la asociación del rifle, que derogará los derechos de gays, lesbianas, LGTBI, y si nos ponemos a tiro, nos devolverá a las mujeres a nuestras labores, de donde no debimos salir.
Lo miré, lo saludé y me dije que algo no iba bien si era incapaz de afiliarme a la exegesis del Casado más cool: esa que sostiene en tertulias y columnas que la deriva ultra del jefe de la oposición no es homologable con conservadores tan «progresistas» como Merkel o Draghi, capaces de pintar una raya en el agua contra su ultraderecha doméstica, aunque una buena parte de sus conciudadanos se pasan esa raya por el arco del triunfo cuando votan. Sería más creíble esta devoción sobrevenida hacia Angela y Mario si antes esa izquierda no les hubiera llamado de todo menos bonito: de austericidas a responsables del hambre en el mundo. Entonces, los niños se morían de pobres porque Merkel no aflojaba el bolsillo o porque el ex responsable del Banco Central Europeo solo respondía a los intereses de los oligarcas y hoy, en contraposición al facherío español, son sus mismísimos adalides de la libertad.
Pero lo mejor no está en lo que dicen los analistas del bien y del mal, categorías que siempre administran ellos con su sectarismo curtido en muchas batallas televisivas. Lo mejor es cómo hiperventilan, cómo engolan la voz y marcan el rictus para demostrar que la deriva de Casado les preocupa porque no es buena para España (mientras simultáneamente jalean que la justicia europea no nos devuelva a Puigdemont, este sí un patriota a extramuros de Casado), y que hay otra derecha, más democrática y moderada, en la «centralidad», dicen ellos. Es conmovedor verles sufrir por el PP y por el liderazgo de Casado, amenazado en su imaginario por otra ultra como Díaz Ayuso, que tampoco les hace caso. Imperdonable. Y por eso le va tan bien.
Con lo aseadito que resultaría tener un partido conservador que aplaudiera cómo Sánchez acerca presos etarras a sus casas, mientras brinda con los herederos de los terroristas por unos presupuestos «patrióticos»; o un PP que apuntalara a la Abogacía del Estado en su cruzada europea por desacreditar a nuestro Tribunal Supremo; o una oposición que invitara a otra ronda a los golpistas catalanes tras indultarlos y prometerles una rebaja de condena por si se deciden a repetir la fiesta.
Cuando vuelva a ver a Casado, le pasaré de nuevo el escáner antifascista por si se me ha escapado algún tic, que solo la clarividencia progre puede detectar. Mientras tanto, vayan abriendo boca de lo que está por llegar: los mismos que hoy le ajustan las costuras a Pablo Casado, mañana abjurarán de este tiempo furioso y populista, del sanchismo arrogante y sediento de poder, escondido tras las gafas de aviador y la ley de secretos oficiales. El sastre que le corta hoy el traje a Casado le pedirá mañana tela institucional para mantener la sastrería.
Es imposible no emocionarse ante el mohín de la izquierda mediática perdonando la vida a Pablo Casado, con ese gesto de madre protectora a punto de darle unos azotes al hijo pródigo, que va a perderse por las amistades peligrosas. El PP ha de saber que si algún día encaja en ese traje cortado a la medida de la progresía televisiva, faltará solo un cuarto de hora para que los mismos sastres corten otro más estrecho, y más y más, hasta que ya no quepa nadie con talla intelectual y política. Es decir, hasta que solo quepa Pedro Sánchez.