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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Sánchez, el conejo y Joe Biden

Ahora todo el mundo utiliza el sánchez para dejar claro cuánto tiempo le llevará cruzar Madrid, cuidar al niño de la vecina o someterse a la tortura del dentista

Actualizada 01:43

La cópula del conejo era, en el imaginario colectivo, la unidad para medir la duración de un evento hasta que Sánchez empezó a reunirse con Joe Biden. Ahora todo el mundo utiliza el sánchez para dejar claro cuánto tiempo le llevará cruzar Madrid en coche, cuidar al niño de la vecina o someterse a la tortura del dentista.

«Tres sánchez», dirá usted para calcular el minuto que dedicará a sus lances más incómodos, sirviéndose del patrón de los encuentros entre el presidente de España y el de Estados Unidos, de no más de 30 segundos ni menos de 20. Pero qué segundazos.

El primero de ellos, con Iván Redondo al frente del Ala Oeste de la Casa Blanca y ese flipe que le llevó a creer que la política es una teleserie americana, provocó el tipo de dolor que solo causa la vergüenza ajena, ese sentimiento extraño que, como dijo Baltasar Gracián, nos asalta cuando vemos a alguien que procede con sonrojo para sí mismo.

Aquella caminata artificial en la OTAN, con Sánchez implorando un guiño y Biden a punto de llamar a Clint Eastwood para que desalojara a ese pelma, nos despertó un bochorno inusual: lo normal, cuando denigran a uno de los tuyos en el extranjero, es solidarizarte con él.

Aunque sea Sánchez: recuerden al Rey deportado mandando callar a Chávez por interrumpir a Zapatero. Todos nos vimos reflejados en el mandoble de Su Majestad y, por una vez, sentimos empatía con la calamidad que plantó la semilla del populismo ya germinada en España con sus hijos políticos.

Ahora la cita ha sido igual, apenas un sánchez, o media cópula de conejo si prefieren el sistema de medición tradicional, pero se ha celebrado con algo más de decoro: ni las mejores mesas camilla que masajean a diario al presidente, con final feliz, se han atrevido a conferir al encuentro la categoría de conferencia de Yalta, como hicieron en el pasado a costa de agotar después las existencias de colutorio.

Pero lo sustantivo se mantiene. Washington ve a Madrid como una delegación de Caracas donde se ataca a los empresarios, se pacta con terroristas, se acecha a la libertad de expresión, se conchavea con los peores regímenes y se pone al frente de la cartera de trabajo a una comunista que considera imprescindible destruir a quienes lo crean y desarrollar un Gosplán soviético pasado por la ría de Fene.

América siempre es práctica, pero toma nota de todo. Desde luego lo hace del único país de Europa gobernado por devotos de Lenin, grupis de Maduro y cheerleaders de la Unión Soviética que no entiende el signo de los tiempos: mientras el mundo avanza y abre esa nueva era que Jacques Barzun presagiaba hace ya dos décadas en el ensayo Del amanecer a la decadencia; en España seguimos preguntándonos en qué idioma hablamos; cuántos somos; dónde empiezan y dónde terminan nuestras fronteras y, últimamente, hasta qué sexo tenemos.

El problema, en fin, no es ya que el tiempo se mida en sánchez y que el sánchez sea tan efímero como una palmadita implorada al Tío Joe: lo dramático es que en España se está produciendo una metonimia entre su nombre y su historia y la identidad, o la falta de ella, de un presidente de pega al que todo le vale si todo le sirve.

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