Solo nos queda el Rey
El actual presidente del Gobierno acabó con treinta años de respeto institucional a la Monarquía, que cultivaron Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo, Felipe González, José María Aznar, Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy
Cuando estudiaba Periodismo, los Reyes Don Juan Carlos y Doña Sofía me parecían la mejor imagen, la más poderosa, que España podía proyectar al extranjero. Mi padre no era monárquico, pero como miembro de una generación admirable, que había nacido durante la Guerra Civil, y vivido muchas penurias, siempre me animó a respetar la transición, valorarla, y mucho más a su principal impulsor. Me transmitió su orgullo por esa España del consenso, que pasó página de la terrible primera mitad del siglo XX, y que cosió heridas para que nadie pudiera nunca reabrirlas. Ya no vive, así que se ha evitado sufrir estos tiempos amargos que han descuadernado todo lo conseguido: manos entrelazadas, horizonte común, amnistías sanadoras y el reconocimiento de un país a su venerable Rey anciano.
Cuando mi padre vivía, nos gustaba ver a los Reyes con la prima Lilibeth del Reino Unido y el crápula duque de Edimburgo, con Carlos Gustavo y la azafata Silvia de Suecia, con la enérgica Beatriz de Holanda y su frágil marido Claus, y hasta con el poco demócrata Hussein de Jordania y la deslumbrante Noor. Incluso disfrutábamos cuando nuestra realeza se codeaba con los becarios de Luis XIV: Giscad d’Estaing, Jacques Chirac o Nicholas Sarkozy, cuya República tuneaban de Monarquía gracias a un presupuesto cuatro veces más alto que el de nuestra Casa Real, un ramalazo napoleónico y las Carlas Bruni de turno vestidas de Dior.
Aprendí a diferenciar repúblicas presidencialistas de parlamentarias viendo a Andreotti partir el bacalao en las cumbres con Felipe González mientras el presidente simbólico italiano, el simpático Sandro Pertini, (con atribuciones limitadas como las de nuestro Monarca) se agarraba del brazo del Rey y le restregaba irónicamente los goles que la azzurra le propinaba a nuestra selección. Me gustaba que perteneciéramos a ese club de países democráticos, de cultura occidental, que defendían los mismos valores que nosotros y compartían, casi todos, raíces cristianas. Prefería que fuera así y que no opositáramos a ingresar en el menos exclusivo club de Sátrapas Unidos, donde expedían carnés Daniel Ortega, Hugo Chávez, Fidel Castro y el rey del vodka, Boris Yeltsin. Aun así, las exigencias institucionales y nuestros lazos con los países latinoamericanos a veces obligaban a La Zarzuela a hacer de tripas corazón, y también en esa realpolitik nuestro jefe de Estado lo bordaba.
Llámenme rara, pero cuando vi que el portugués Mario Soares, socialista sin fisuras, mostraba un sincero cariño por Don Juan de Borbón me emocioné; o cuando la República Alemana de Helmudt Kohl le concedió el premio Carlomagno a nuestro Rey de entonces, me sentí muy orgullosa. Incluso cuando Don Juan Carlos y Doña Sofía se negaron a ir a la boda planetaria del eterno candidato a Rey, Carlos de Inglaterra, y la musa del Hola, Lady Di, me puse estupenda como española por el chute de dignidad que recibimos. En las antípodas de cómo me siento al ver mendigar una foto con el presidente de los Estados Unidos a salto de mata en un pasillo.
Cuando me venía arriba y estudiaba el derecho comparado me enorgullecía de nuestro sistema político: según The Economist, de las 19 democracias plenas en el mundo, había cuatro Monarquías, y una de ellas era la nuestra. Por ello, siempre me malicié de que la situación no podía más que empeorar. Y así fue. Con la ayuda inestimable de algunos comportamientos muy poco ejemplares de los miembros de la Casa del Rey, en el caso de Don Juan Carlos sin trascendencia jurídica hasta hoy, y la actitud más desleal que vieron los siglos de la segunda magistratura con la Jefatura del Estado, la tormenta perfecta estaba desatada. El actual presidente del Gobierno acabó con treinta años de respeto institucional a la Monarquía, que cultivaron Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo, Felipe González, José María Aznar, Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy. Cada uno con su propio estilo, alguno excesivamente laxo como Zapatero, todos remaron en la misma y responsable dirección. Para nuestra suerte, la abdicación de Don Juan Carlos le cayó a Rajoy como presidente, y a Rubalcaba y su sentido de Estado, como jefe de la oposición, ecuación que garantizó una transición modélica de padre a hijo. Se me eriza el cabello al pensar cómo hubiera sido el proceso si el traslado de poderes se hubiera producido bajo la presidencia de Pedro Sánchez Castejón. Mejor ni imaginarlo.
Gracias a él, y a su dependencia de los separatistas, filoetarras, antisistema y populistas, todos de profesión antimonárquica, está calando un relato (televisiones, radios, algunos periódicos y el Parlamento fragmentado ejercen de voceros) de que el sistema monárquico está corrompido, es anacrónico y un lastre para la democracia, por ser hijo heredero del franquismo. En puridad, en las últimas elecciones casi 17 millones de españoles (de los 24,5 que fueron a las urnas) votaron por partidos respetuosos con la Monarquía, entre los que todavía incluiremos al PSOE, y desde luego al PP, Vox, Ciudadanos y algunos regionalistas. Por tanto, el ruido furibundo de los que no quieren permanecer en el Estado (que solo son apoyados por cinco millones de electores pero curiosamente conspiran para que el Gobierno cambie leyes que sanciona el Rey), empieza a oírse más que la voz poderosa de nuestra reciente historia de éxito.
Ahora, los presupuestos de Pedro Sánchez sirven para que los enemigos de España quieran apearle al Rey hasta de su título, una vez que han conseguido despenalizar los ataques a la bandera, humillar a los símbolos que a todos nos unen y liquidar hasta la ley de amnistía. El presidente incumple con una de sus inexcusables obligaciones, que es defender la Constitución y a nuestro modelo de Estado. Solo la actitud cómplice del jefe del Gobierno explica que Don Juan Carlos esté en Abu Dabi, que Rufián deteriore la imagen del Rey mientras cobra del Reino de España y que Ada Colau se chotee del cuadro de Felipe VI. Menos mal que la funcionalidad, la ejemplaridad, la naturaleza integradora y apartidista de nuestro Rey, el hijo de aquel otro al que mi padre me enseñó a querer, es el mejor antídoto, todavía, contra la deslealtad. Todavía.