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Editorial

El Gobierno agrede a la democracia

Un problema mayor: el intento de aislar, perseguir o coaccionar todo atisbo de disidencia, crítica y alternativa al relato oficial impuesto por Moncloa y difundido por sus agradecidos, y tal vez premiados, altavoces

Actualizada 11:34

La relación entre los medios de comunicación y los poderes públicos suele ser un buen indicio de la salud de la democracia y de la robustez del andamiaje de libertades, equilibrios y contrapesos que la caracteriza.

Y por ello, más allá de lamentos gremiales, es muy preocupante la deriva sectaria que, también en este ámbito, mantiene y consolida el Gobierno: la exclusión de radios, cadenas de televisión y periódicos como El Debate de los encuentros en Moncloa para intentar aclarar las sospechas, más que razonables, que presenta la gestión de los Fondos Europeos; es un síntoma de un problema mayor.

Que no es otro que el intento de aislar, perseguir o coaccionar todo atisbo de disidencia, crítica y alternativa al relato oficial impuesto por Moncloa y difundido por sus agradecidos y, tal vez, premiados altavoces.

Lo que Sánchez promueve, y este veto es un ejemplo, es imponer un cordón sanitario a todo aquel que se limite a contradecirle, a exponer una alternativa, a destacar las sombras de su gestión y a denunciar las consecuencias de todo ello.

Unas veces es a poderes del Estado como el Judicial; otras a la oposición en su conjunto o a una parte de ella y ahora, en esa misma línea, a los medios de comunicación que se preguntan si la legendaria opacidad y el evidente clientelismo de este Gobierno también se va a extender a la gestión y concesión del dinero europeo, el penúltimo recurso que España tiene a su disposición para intentar salir de una crisis cada vez más profunda.

Es Sánchez quien debe dar explicaciones a la ciudadanía, y no exigírselas a quienes se lo recuerdan, sirviéndose además del formidable poder que acumula un presidente y de sus nulos escrúpulos para utilizarlos de manera perversa, tan parecida a la que se desplegó en la Segunda República para fustigar, precisamente, a los medios y periodistas menos pastueños.

Porque el castigo a los medios que anteponen la búsqueda de la verdad a la satisfacción del poder vigente no es un hecho aislado, fruto de una rabieta pasajera, sino la manifestación más extrema de una política oficial que Sánchez anunció desde su propia investidura: su manida «Estrategia Nacional contra la Desinformación» no es más que una excusa para aplicar un rodillo informativo a sumar al ideológico.

Que el mayor promotor de bulos que se recuerda en Moncloa, resumidos en ese «Salimos más fuertes» difundido en el país con más heridas sufridas en la pandemia, se permita arrogarse la persecución de las supuestas falsedades, es sonrojante. Pero que legisle al respecto, es además peligroso.

Nunca antes se ha visto un pulso tan intenso entre un poder cierto, el político, y otro derivado en exclusiva de los derechos constitucionales de la ciudadanía, donde reside la capacidad de difundir e intercambiar información y opinión. Y probablemente no existen precedentes de ello porque tampoco los hay de la combinación de regresión democrática, empobrecimiento económico y degradación institucional que caracteriza al llamado sanchismo.

Todos los medios deberían sentirse concernidos por este señalamiento. Y toda la sociedad en su conjunto. Porque no se trata de silenciar a El Debate o la Cope, sino de permitir que un Gobierno, cualquier Gobierno, imponga como sea su idea de España y se guarde la capacidad de decidir quién sobra y a quién hay que echar de ella.

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