¿Objetivo? Una España de mediocres teledirigidos
Nos gobierna un populismo envidioso del éxito, gente que nunca ha trabajado fuera de la política y que siente aversión hacia quienes logran prosperar
Ione Belarra, pamplonica de 34 años. Ministra de Asuntos sociales y secretaria general de Podemos. ¿Estado mental? Cabreo perpetuo con una supuesta derechona oligárquica, que en sus ensoñaciones doctrinarias machaca a «todas y todos». Ione, un caso de manual: vivo de la política, donde nada aporto y donde he multiplicado por cinco mis ingresos previos, y ocupo mis días poniendo a parir a mis compatriotas que se han esforzado por trabajar como cabrones para prosperar en la vida (por ejemplo, ahorrando para comprarse un piso para ofrecerlo en alquiler y ganar un dinero).
Belarra, por supuesto, estudió en un estupendo colegio católico y concertado de Pamplona. A continuación se graduó en Integración Social y, más tarde, en Psicología por la Autónoma de Madrid. Acabó el clásico máster en 2014, año en que se enrola en Podemos, y a continuación inició un doctorado que jamás acabó. Trabajó un poquito en la Comisión de Ayuda al Refugiado y como becaria en el Ministerio de Educación en la etapa del PP. Ahí concluye su anémico currículo. Pero da igual: a finales de 2015, con 28 años, ya era diputada en el Congreso; y, en enero de 2020, Iglesias la colocó de secretaria de Estado, al frente de esa entelequia llamada Agenda 2030. Próxima parada: ministra florero en la cuota de Podemos.
En 2016, Belarra declaraba en la web de Transparencia podemita que poseía 29.078 euros. Hoy es dueña de un piso a medias con su pareja y cuenta con un patrimonio de 145.000 euros. La política le ha resultado un filón. Su pareja también vive de Podemos, como asesor. No hay partido donde florezca tanto el amor como en la alegre casa morada. En el podemismo, los romances suponen además un método de promoción interna. En su etapa como Líder Supremo, Iglesias Turrión alzaprimó a dedo a su nueva amada, Irene Montero, después de arrinconar en el gallinero del Congreso a la anterior, Tania (ya ven: feminismo en estado puro). A su vez, Irene recomendó a su supercolegui, Ione, que fue promocionada también. Y de ahí ambas pasaron a ministras por cortesía de Sánchez. ¡Viva la meritocracia!
El Gobierno de socialistas y comunistas ha aprobado este martes una ley de vivienda intervencionista, que sospecha de la propiedad privada y la acogota. La gran Ione despellejó a quienes «viven de las viviendas que han heredado y no trabajan». Como si fuese un delito haber tenido un antepasado emprendedor, laborioso e inteligente que logró hacerse con un patrimonio y legarlo a sus descendientes. Por su parte, Pasarela Díaz calificó de «groseros» los salarios de los ejecutivos del Ibex.
¿Qué está pasando aquí? Pues es evidente: nos gobierna una tropa de mediocres espoleados por la envidia e intoxicados por un extraño rencor doctrinario, alimentado por su propia mediocridad. ¿Cuál es su propuesta para España? Pues una igualación a la baja. Un país de sueldos ni fu ni fa –salvo los de ellos en sus escaños y despachos oficiales–, con una población rehén de las subvenciones y teledirigida por una perpetua arenga doctrinaria (de ahí que politicen hasta la pachanga del festival de Benidorm). Un país donde se machaca a la clase media, a la que se fríe a impuestos. Una fiscalidad que desincentiva el esfuerzo, pues si te esmeras llega un momento en que ganar más solo te sirve para que se lo lleve Hacienda. Una España donde los empresarios de éxito tienen unos «beneficios groseros», parafraseando la jerga del odio que ha empleado alguna vez la amable ministra Díaz.
Mientras en los países que más avanzan se alimentan los sueños de las llamadas «clases aspiracionales», las personas y familias que sueñan con ir a más; aquí se predica una dulce anestesia: camiseta, «finde» y birra, no currar demasiado e intentar chupar de la teta del Estado sea como sea. Lo dramático es que muchos españoles ya prefieren ese plan de adocenamiento peronista antes que la aventura de la libertad, el esfuerzo y la posibilidad de comerse el mundo.