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El observadorFlorentino Portero

Sentimiento y política

A medio plazo este juego puede llevar a Rusia a caer en una crítica dependencia de China y ese escenario debería preocuparles mucho más que sus históricos complejos con la vieja y decadente Europa

Actualizada 04:52

Tanto historiadores como analistas políticos caemos, demasiado a menudo, en la tentación de aportar racionalidad a la descripción de comportamientos que, en realidad, tienen su fundamento en nuestra dimensión irracional. No somos androides, máquinas con forma humana capaces de imitar nuestros comportamientos, pero atrapados en la lógica de su programación. Somos el resultado de un complejo equilibrio entre racionalidad y sentimiento, el célebre Sense and Sensibility de la gran Jane Austen, equilibrio distinto en cada persona, pero también en cada época. El «signo de los tiempos» es la clásica expresión de los historiadores para señalar esas «fuerzas profundas» que empujan a una sociedad en un sentido determinado durante un período de su historia. Reconozcámoslo, no siempre nuestros actos responden a la racionalidad, lo que dificulta a historiadores y analistas políticos el desentrañar y explicar la realidad.

Los fundamentos de la política rusa son un buen ejemplo; no así su aplicación, modelo de profesionalidad. Sus dirigentes comparten una visión nacional-leninista. Para ellos tres desastres sucesivos determinaron su situación actual: perder la Guerra Fría, la desintegración de la Unión Soviética y el que los estados recién liberados les dieran la espalda buscando acomodo en la Unión Europea y en la Alianza Atlántica. Desde su perspectiva el problema no reside en que bálticos, bielorrusos, ucranianos, moldavos y georgianos rechacen compartir con ellos su futuro, lo que sería un análisis racional, sino en la humillación que para Rusia supone el quedar apartada. La Alianza Atlántica no trata de avanzar hacia el este, son los estados exsoviéticos los que buscan en ella refugio y por algo será. La idea de que Rusia también se incorporara estuvo sobre la mesa, pero resultó pronto evidente que la democracia no podría arraigar allí ante el empuje de la arbitrariedad y la corrupción. A partir de este convencimiento se buscó un cierto entendimiento, pero la clase dirigente rusa se sintió menospreciada por este análisis, una nueva humillación que sumar a la lista de agravios.

Reivindican su grandeza perdida, como si fuera culpa nuestra que los zares y los dirigentes soviéticos antepusieran la fuerza a la libertad, minando su capacidad creativa en el terreno industrial y empresarial. Hoy, como antaño, los dirigentes rusos buscan en la exhibición de músculo el respeto internacional. El problema es que el músculo hoy es mucho más que la sola fuerza militar. El futuro pasa, además, por la innovación, un tejido industrial capaz de adaptarse a un entorno cambiante, una sociedad segura de sí misma, un estado de bienestar viable… El respeto deriva de la auctoritas y, hoy por hoy, Rusia carece de ella. Ni siquiera es capaz de atraer al resto de los pueblos eslavos.

En el corto plazo Rusia puede disfrutar del patético espectáculo de ver a los líderes europeos, cuales pollos sin cabeza, ir de Moscú a Washington para ser despreciados por igual en las dos capitales. Ciertamente no merecen mejor trato. Pero a medio plazo este juego puede llevar a Rusia a caer en una crítica dependencia de China y ese escenario debería preocuparles mucho más que sus históricos complejos con la vieja y decadente Europa. El nacionalismo ciega. Los problemas de Rusia, que son muchos y muy importantes, ahora, como durante el Imperio Zarista o la Unión Soviética, tienen su origen en Rusia, no en la comunidad atlántica, ocupada en su propia adaptación a una nueva época y en tratar de llegar a un entendimiento con China.

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