Sánchez cumple... años
Al guapo, como le bautizó Susana Díaz antes de que la convirtiera en uno de sus cadáveres preferidos, nadie le ha oído decir jamás una verdad
Pedro Sánchez cumple 50 años. O no, que diría Rajoy, teniendo en cuenta que nació un 29 de febrero y solo cada cuatro años debería soplar las hojas al calendario. Un día se miró al espejo y se vio guapo, y decidió ser solo guapo (no todos lo creen) y desprenderse de una condición moral que debe acompañar al ser humano: decir la verdad y supeditar su vida a los compromisos adquiridos.
Con la sonrisa de Cheshire en su rostro, prescrita por los gurús a sueldo, hizo de la trola su razón de ser: primero le mintió a la universidad, donde se doctoró con los mismos atributos que tengo yo para la ornitología; después mintió al aparato de su partido, al que vendió (de la mano de Pepiño Blanco) que era un líder centrista y moderado, traicionando a su país al obstaculizar –con el mantra del no es no– la investidura del vencedor en las elecciones de 2016, para acabar mintiendo también a las bases de su partido, que le elevaron de nuevo al trono de Ferraz. El festival de los embustes llegó a su clímax cuando obtuvo el título de presidente del Gobierno con la chuleta que le escribió un juez en una sentencia y con la ayuda de los peores compañeros de clase: amigos de terroristas, socios de dictadores y golpistas catalanes. Hasta entonces conocíamos la mentira en el Gobierno pero a partir de esa ascensión tenemos la mentira gobernando.
Al guapo, como le bautizó Susana Díaz antes de que la convirtiera en uno de sus cadáveres preferidos, nadie le ha oído decir jamás una verdad. Ni el médico, ante el que culpa de sus arrugas políticas a los fascistas del otro lado del río, pese a que él se encama con un buen puñado de ellos, y a un señor al que sacó de su tumba 44 años después de su muerte para utilizarlo como bálsamo de fierabrás contra su incuria. Desde entonces, el Dorian Gray del PSOE combate el paso del tiempo con ácido hialurónico y un álbum de fotos subido al Falcon, pero su retrato cuelga de las paredes de La Moncloa con toda la carga de sus pecados: su falta de empatía, sus felonías a España, su negación de los muertos, su desprecio a los parados, su altanería mediática, el envilecimiento de la sociedad española, su inanidad internacional y su despilfarro público.
Es tal la farsa de su trayectoria que le es imposible no crispar la cara ante las invectivas de la oposición, y miente con su mentón, como mienten sus propagandistas cuando venden un sonrojante y mendicante paseo tras Biden como si fuera una cumbre del G-2, mienten sus fotos de líder internacional con dos teléfonos de Gila, miente su relato de transparencia mientras investigan a los maridos de sus vicepresidentas, a los hermanos de sus barones, a los exmaridos de sus socias y miente cuando encizaña con contratos de mascarillas de la familia de una dirigente rival y él adjudicó cientos de millones a empresas desconocidas que el Tribunal de Cuentas denunció y, finalmente, miente cuando habla de ejemplaridad y coloca en puerto refugio a su mujer, padre y amigos de la infancia.
P.D. Al terminar esta piñata de cumpleaños, me ha costado encontrar un rayo de esperanza en este teatro de la farsa. Pero reconozco un acierto, aunque con connotaciones de impostura, del presidente del Gobierno. En medio del horror de la invasión de Ucrania, acaba de llamar a los expresidentes González, Aznar, Zapatero y Rajoy, para recabar su experiencia en este trance internacional tan delicado. Esa es la alta política que él devastó. Bienvenido sea su regreso. Por pocas horas, me temo.