Elon Musk
En un mundo que va camino del horrible metaverso y del comunitarismo subsidiado, no viene mal otro jugador en la mesa de Soros, Zuckerberg o Gates
No tengo una opinión muy formada de Elon Musk y lo poco que conozco de él me provoca sensaciones contradictorias: no sé si es un gran visionario o un peligro público, si un outsider con valores o un monumento a la egolatría. O todo ello a la vez.
Pero su oferta de compra de Twitter por 43.000 millones de dólares, no muy lejos de lo que invierte España en educación en todo un año, sí me ha parecido audaz y reveladora de un inmenso problema del que las redes sociales son apenas la punta del iceberg.
Por debajo de ella aparecen el retroceso de la pluralidad; la desigual manera de tratar las distintas opiniones; la apuesta por el monocultivo ideológico y la complicidad del universo tecnológico, en sus múltiples variantes, con el intento reiterado de implantar una hegemonía cultural sustentada en la mitología pseudoprogresista: los brasas de Laclau o Gramsci en una versión 2.0 con peligrosos anclajes en el poder político.
Twitter tiene unas reglas distintas en función de la orientación política, es censora con el disidente y complaciente con el bárbaro si el primero se alinea contra el neopuritanismo izquierdista y el segundo ataca violentamente al conservadurismo y al liberalismo, por pacíficos y educados que sean.
Pone una alfombra a los tristes protagonistas de esa versión de Las brujas de Salem que se disfraza de progresista para imponer una visión única de la vida y confina en las mazmorras a quienes se niegan a ello, en una línea muy similar a la que cunde en la práctica totalidad de las televisiones españolas.
La combinación del aparato ideológico que conforman las redes sociales y las cadenas televisivas termina imponiendo una agenda funesta que, maquillada por sus supuestas buenas intenciones, fabrica monstruos insoportables para el pensamiento y la libertad y se resume en un par de imágenes: el Daesh tiene más fácil expresarse en Twitter que Donald Trump; como es más sencillo ser Gonzalo Boye que Antonio Naranjo en una tertulia política aunque el primero defienda a etarras y el segundo prefiera encarcelarlos.
Nada de ello sería del todo relevante si una vez creada una sensación artificial de que esa agenda es la de todos no se tradujera en decisiones políticas de Gobiernos que, como el de Sánchez, se parapeta en inexistentes corrientes de opinión masivas para justificar sus abusos liberticidas.
Coreados siempre por un ejército de cretinos digitales convencidos de su papel protagonista en la salvación de la humanidad, el freno al fascismo o la protección de la Antártida; pero incapaces de recoger la mierda de su perro en el parque del barrio.
En un mundo que va camino del horrible metaverso, la intervención total del Estado, el asistencialismo público, el aislamiento social, el comunitarismo subsidiado y el poder inmenso de las corporaciones; Elon Musk puede ser otro lobo con piel de cordero o, tal vez, el verso suelto de un poema orwelliano.
Y de momento ha dicho que quiere quedarse con Twitter para cargarse a los ejércitos de bots que vocean las consignas de Salem y devolverle la libertad de expresión. Sea mera pose o apuesta sincera, mal no viene ver a un jugador distinto en la mesa de los Zuckerberg, Soros, Gates y compañía.
Con que logre que alguien se dé cuenta gracias a él –toc toc, ¿hay alguien en Europa?–, de que la realidad paralela es una ciudad sin ley que conforma la vida real con demasiadas leyes, su peculiar manotazo ya habrá tenido mucho sentido.