Sánchez nos quiere pobres
Con la excusa de la pandemia, de la crisis o de la guerra; Bruselas le ha dado un bidón de gasolina y unas cerillas a un pirómano disfrazado de bombero para que, en lugar de apagar el fuego, rodee a la ciudadanía de llamas
Sánchez no baja impuestos para mantener viva su única expectativa electoral: reforzar un estado asistencial, necesariamente miserable, que inocule en el gentío la sensación de que solo tendrá paguita si él sigue de presidente.
La otra razón para sostener uno de los mayores esfuerzos fiscales del mundo en una de las peores economías del planeta es deudora de la anterior: para implantar esa semilla empobrecedora, que convierte al rehén en deudor del secuestrador en una variante masiva del Síndrome de Estocolmo, es preciso sostener también un aparato público orwelliano, capaz de colonizar hasta el último rincón del Estado con heraldos del sanchismo.
Los brillantes análisis de la sección de Economía de El Debate son una enmienda científica a la totalidad del discurso de Sánchez, un brujo trilero con megafonía suficiente para esconder, entre mentiras, la realidad objetiva de su gestión: el doble de deuda y déficit del permitido en el Pacto de Estabilidad; la mayor tasa de paro de Europa; entre un 50 por ciento y un 100 por cien más de inflación que Portugal, Italia o Francia y, añado, una de las cinco cargas fiscales más insoportables de los países avanzados.
Ese afán confiscatorio es la versión sanchista del populismo de Podemos, del que solo se diferencia ya en la retórica: mientras Sánchez, engolado y rijoso como un pavo real estreñido, presenta el atraco como una inevitable consecuencia de querer mantener el Estado de bienestar; su alter ego con coletas o falda lo justifica como un ajuste de cuentas con los ricos para, en realidad, prolongar la miseria de los pobres.
Pero el resultado es el mismo: ellos se forran y el resto se empobrece. Ellos se refuerzan y los demás se debilitan. Ellos crecen en poder y la ciudadanía pierde libertades.
La apuesta por el empobrecimiento no es casual, como tampoco la partición de España en dos mitades: el Gobierno quiere, sin más, que un 51 por ciento le deba la vida y se lo agradezca votando. Y esquilma al 49 por ciento restante para que le salgan las cuentas, aliado con la estupidez europea de regalarle al peor presidente posible la mayor transferencia de fondos de la historia y la menor presión de los tipos de interés.
Con la excusa de la pandemia, de la crisis o de la guerra; Bruselas le ha dado un bidón de gasolina y unas cerillas a un pirómano disfrazado de bombero para que, en lugar de apagar el fuego, rodee a la ciudadanía de llamas.
De cuánto le importa a Sánchez el Estado de bienestar da cuenta la incipiente ola que sus rendidos altavoces ya empiezan a emitir como la luz roja de Pavlov en su experimento con las ratas: que va a ser necesario subir los impuestos y que no hay que descartar una bajada de las pensiones.
Si España permite que le quiten un euro a sus abuelos antes de reducir a la mitad los ministerios, las autonomías y los ayuntamientos, todo lo que le pase se lo habrá ganado: que haya suelto un torturador tal vez sea inevitable; pero que disfrutemos del masoquismo ya es cosa nuestra.