¡Y Simón aún sigue por ahí!
El sistema funcionarial tiene algo de régimen comunista, no castiga al que se desempeña mal ni premia al que destaca en su labor
Una de las primeras decisiones de la actual ministra de Sanidad cuando relevó a Illa, tan flemático como flojo, fue esconder al doctor Simón, que había sido el rostro omnipresente en la primera fase de la pandemia. No es de extrañar. Fernando Simón, un médico zaragozano de 58 años, que ni siquiera se molestó en aprobar el MIR, no dio una.
El 31 de enero de 2020, Estados Unidos prohibió la entrada a todo viajero que hubiese pasado por China. En esa fecha, el director de nuestro Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias nos decía que «el riesgo en España es relativamente bajo, no hay ninguna razón para alarmarse». Un visionario.
El 19 de febrero de 2020, con dos viajeros extranjeros infectados en España, Simón daba el tema por zanjado: «En España ya no hay casos y no ha habido transmisión del virus». El 29 de febrero ya había 50 infectados y en Italia comenzaban a cerrar ciudades. Pero el gran Simón seguía en la berza y explicaba que «no hay motivos» para cancelar eventos de asistencia masiva. El 4 de marzo, a solo diez días de la declaración del estado de alarma, advertía que «no tiene sentido cerrar colegios». En víspera de la sonada manifestación feminista del 8-M, promovida con máximo entusiasmo por el Gobierno, Simón explicó que si un hijo suyo le preguntaba si debía ir le diría que hiciese lo que le apeteciese. También desdeñó la mascarilla durante largo tiempo e incluso puso en duda las informaciones iniciales sobre que el virus se transmitía por vía aérea.
Simón, ensalzado al principio por los medios oficialistas como «riguroso, templado, disciplinado y humilde», resultó todo lo contrario y acabó convertido en una caricatura. Se le subió el pavo y ofreció reportajes televisivos a su mayor gloria. Se escaqueó a surfear a Portugal mientras nos recomendaba que no viajásemos. Siguió derrapando en sus recomendaciones y pronósticos (lo de que la variante ómicron sería poco relevante fue glorioso). Además, se convirtió en un mamporrero del Gobierno en sus guerras políticas contra Ayuso y en cómplice de todas las tropelías de un Ejecutivo que ocultó y oculta las cifras de muertos, que prometió una auditoría a fondo sobre la gestión de la epidemia que jamás ha llegado, que se inventó un «comité de expertos» que no existía, que cuando se vio desbordado le pasó la patata caliente a las comunidades y que ha sido condenado dos veces por el TC por un estado de alarma abusivo e inconstitucional.
Ahora Simón ha reaparecido para contarnos que la viruela del mono «no es probable que vaya a generar una transmisión importante» (lo cual, dados sus antecedentes como augur, es para echarse a temblar).
Este señor, que no dio una cuando por fin llegó un gran reto donde le tocaba acreditar su supuesta valía, lleva diez años en su cargo. Y ahí sigue pese a su catarata de errores. Como diría el profesor Philip E. Tetlock, su porcentaje de acierto es el mismo que tendría un chimpancé lanzando dardos en un bar. En el mundo de la empresa privada, con un desempeño así, Simón ya había sido relevado, pero es funcionario. Arribamos aquí a un problema poco debatido. Hay muchísimos funcionarios de desempeño magnífico y que trabajan un montón, sin duda. Pero el sistema en el que operan es similar al comunismo: no hay castigo (despido) para el que trabaja de manera pésima, ni premio para el que se distingue. Es un modelo donde un médico de la sanidad pública que se esfuerce por estudiar y actualizarse y se desviva por sus pacientes va a cobrar exactamente lo mismo que uno que practique la ley del mínimo esfuerzo y sea un borde con los enfermos. El comunismo siempre ha fracasado, porque niega a las personas el aliciente de ir a más y ciega la iniciativa, y ese es el modelo que impera en el funcionariado (por eso discrepo de la pasión de nuestros socialistas y comunistas por «lo público» y tampoco me parece una gran idea crear gabinetes ministeriales de funcionarios que jamás han tocado la empresa privada, como hacía Rajoy).
Pero de Simón sin duda podemos admirar algo: su atrevimiento. Si yo tuviese su hoja de servicios me escondería debajo de la piltra y no me atrevería a pontificar nunca jamás. Pero este hombre es inasequible al desaliento. Y por desgracia, también al dolor que ha causado a muchas familias españolas con su incompetencia y su sumisión absoluta a un Gobierno amateur, que estaba improvisando y pensando más en salvarle la cara a un ególatra que en salvar a los españoles.