Que juzguen a Sánchez
Solo le falta al Supremo una última misión para rematar su leyenda: sentar en el banquillo al propio Sánchez, antes de que huya a su Abu Dabi con una maleta de vergüenzas que difícilmente sorteará ya la aduana
El mismo Gobierno que ha condenado a Juan Carlos I sin juicio ha indultado a Junqueras y a sus mamachichos con condenas firmes; en un alarde de ese fenómeno que la historia enjuiciará bajo el epígrafe de «justicia sanchista», no muy distinta de la impartida por el célebre juez Lynch en la América del siglo XVIII.
De los caprichosos linchamientos de Sánchez a las ostentosas impunidades concedidas por la misma mano cacique dan cuenta el desigual trato concedido a un monarca jubilado y a un golpista en ejercicio, coronado por un asalto bochornoso al Poder Judicial con la intensidad del Ejército alemán en los Sudetes: primero ocupó la Abogacía del Estado; después la Fiscalía General y más tarde lo intentó, y en ello anda, con el Consejo General.
Entre medias desarmó al Tribunal Supremo, encabezado por Manuel Marchena, un juez del que deberían hacerse bustos en todas las plazas de España: él lideró la sentencia que llevó a la cárcel a nueve Tejeros con acento del Ampurdán que, creyéndose Garibaldi pero a la inversa, intentaron imponer la independencia de Cataluña por la fuerza.
A este Tribunal y a ese gran magistrado terminó derribándole Sánchez por lo militar, perpetrando nueve indultos con olor a pucherazo y chantaje que anularon las condenas por sedición y malversación a nueve reos convencidos de que encarnaban a Gandhi, Mandela y Luther King a la vez mientras, en realidad, protagonizaban el segundo 23F de la democracia.
El Debate, que en unos meses se ha convertido en puntal de la investigación periodística seria, alejada del villarejismo y el chisme; demostró la magnitud del apaño sanchista revelándole a la opinión pública las pruebas del pucherazo de Sánchez, con la publicación de los expedientes firmados por el Gobierno para dejar impunes a los delincuentes, hasta entonces escondidos en un cajón de Moncloa bajo siete llaves.
Sánchez les soltó aunque no se lo merecían, según reconocía el ministro de Injusticia Campo, y a sabiendas de que no se arrepentían y mantenían intactos sus planes golpistas: era la prueba de que, con tal de mantener el respaldo parlamentario del mismísimo diablo, Sánchez estaba dispuesto a promocionar el infierno como destino vacacional por sus buenas temperaturas.
Ahora el Supremo, que es el Álamo de la democracia frente a Pancho Villa, ha aceptado estudiar la legalidad de los indultos, reconociendo la capacidad de los partidos de la oposición a plantear recursos contra la cacicada de Sánchez, cómplice de la asonada, cuando no décimo miembro de la banda de Junqueras y Puigdemont.
Ya se verá si los revoca o no, pero el sentido común y la decencia apuntan a un fallo positivo para España y adverso para el Gobierno: tiene poco sentido que, si hay espacio legal para defender su propia sentencia, y vaya si lo hay, el Supremo se convierta en trampolín de quien la ha pisoteado a cambio de unos meses más en Moncloa.
La decisión del Tribunal demuestra la necesidad de mantener la separación de poderes, clave en un Estado de derecho, pero también retrata el alma totalitaria y okupa de un Gobierno sin principios cuyo presidente, un frívolo sin escrúpulos, fue capaz de firmar un 155 contra los mismos tipos con los que luego se alió para firmar una moción de censura y sacó de la cárcel para mantener su triste trono.
Solo le falta al Supremo una última misión para rematar su leyenda: sentar en el banquillo al propio Sánchez, antes de que huya a su Abu Dabi con una maleta de vergüenzas que difícilmente sorteará ya la aduana.