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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Un pillo robando el alma de Inglaterra

Las iglesias católica y anglicana del Reino Unido claman contra la tropelía de deportar a Ruanda a los solicitantes de asilo para distraer de unas mentiras

Actualizada 10:31

Cuando tuve la suerte de vivir en Londres me gustaba atravesar la ciudad andando en la hora en que se sacudía las legañas. Iba desde Chelsea, en las riberas del Támesis, hasta Hampstead, la villa norteña del parque umbrío e inagotable. En el comienzo de la pateada pasaba primero por el Brompton Oratory, la enorme basílica neoclásica católica que impulsó el cardenal Newman en Knightsbridge, hoy un barrio de superlujo cargante, tomado por un turismo árabe hortera y ostentoso. Nick Cave, un explorador cristiano sumido en la duda, dedicó una hermosa canción a ese templo católico londinense. Canta cómo en una misa de Pentecostés sintió allí «una belleza imposible de creer, imposible de definir». Luego, siguiendo mi paseo, cruzaba por delante de la catedral del críquet, Lord’s Cricket Ground, y enfrente veía las columnas de la Sinagoga Liberal, levantada por los judíos a comienzos del siglo XX. Poco después aparecía la gran mezquita musulmana de Regent’s Park.

Subiendo ya la cuesta hacia Hampstead divisaba la estatua dedicada a Sigmund Freud, que cuando dejó Viena escapando de los nazis recibió asilo en Inglaterra y murió en Londres. Uno de sus nietos, Lucian, se convertiría en un descarnado y celebradísimo pintor, una gloria británica. Por fin, al llegar a las calles un poco de cuento de Hampstead sentía la punzada del hambre. Paraba entonces en un trattoria italiana, a repostar con unos espaguetis y una pinta. Entre la concurrencia solía haber vecinos añosos, muchos de ellos judíos. El norte de Londres es todavía su territorio. Allí vivían además en el siglo XX muchos intelectuales socialistas (hoy, con la centrificación, las propiedades cuestan un riñón y los artistas han desplazado a los marxistas). También Charles de Gaulle fue inquilino en Hampstead, donde se lamía las heridas tras la caída de Francia.

Con todo esto quiero decir que Inglaterra, aunque conserva una fortísima y peculiar identidad, se ha ido forjando con el trabajo y el talento de gente de medio mundo, a la que acogió. Hasta la propia dinastía reinante es foránea: tiene origen germano y adoptó el apellido Windsor durante la I Guerra Mundial contra los alemanes, para no levantar suspicacias. Uno de los primeros ministros más legendarios, Benjamín Disraeli, que aquilató el Partido Conservador y engrasó la maquinaria del imperio victoriano, descendía de judíos sefardíes y alemanes. En una esquina de Bond Street puede visitarse un inmueble, hoy museo, donde con dos siglos de por medio vivieron el compositor alemán Händel y el mago estadounidense de la guitarra Jimi Hendrix. Ambos crearon y murieron en Londres. Hayek, Popper, Witgenstein, de origen austríaco, se afincaron en Inglaterra y aportaron la cosecha de sus cabezas. Pero la inmigración ha sumado también el trabajo sordo de multitudes de anónimos. En el Reino Unido viven seis millones de extranjeros y 9,6 millones más que poseen la nacionalidad británica, pero que nacieron en otros países.

Un bisabuelo de Boris Johnson era turco y llegó a ministro del Interior de su país. La mujer que hoy lleva la cartera de Interior británica, la visceral brexitera Priti Patel, ejecutora del infame invento de deportar a Ruanda a los emigrantes que cruzan el Canal, es ella misma hija de inmigrantes pakistaníes, que antes se habían asentado en Uganda. El ministro de Sanidad y el alcalde laborista de Londres son hijos de conductores de autobús pakistaníes. Rishi Sunak, el potentado ministro de Hacienda del Gobierno proBrexit y antiinmigración, es hijo de inmigrantes indios venidos del este de África.

Por supuesto que los países han de controlar sus fronteras. Tampoco se deben ocultar las dificultades que suscita la llegada de oleadas de inmigrantes, desde problemas de seguridad hasta de mala integración, pasando por la saturación de los servicios asistenciales en barrios depauperados. Hay que ordenar la inmigración, por supuesto, y no es tarea sencilla. Pero las teorías que alertan sobre tremendas calamidades apocalípticas asociadas a ella parecen hiperbólicas. ¿Cómo se construyó acaso la que todavía es la primera potencia mundial, Estados Unidos, sino con riadas de gente de todas partes? ¿No está despegando Madrid de modo fabuloso con la suma de talento llegado de fuera? Teorías como la del reemplazo son profundamente anticristianas, y además, antieconómicas. Los países occidentales necesitan a esas personas, debido a sus pavorosas pirámides democráticas y porque existen puestos de trabajo que los locales ya no quieren desempeñar. La clave es poseer unos valores nacionales claros, potentes y honorables, con los que pueda identificarse la gente llegada de fuera, e inculcárselos. Desde luego se tornará difícil integrar a los inmigrantes si se les dice que España es una «nación de naciones» formada por 17 miniestados, si su lengua se prohíbe en algunas regiones y si en las escuelas se va a proscribir como algo vergonzoso el estudio de su gran Imperio.

Inglaterra fue la tierra del Estado de derecho y de la acogida. Ahora, un demagogo cercado por sus mentiras intenta una huida hacia adelante cepillándose ambos principios. Quiere romper a la brava sus acuerdos internacionales con la UE y subir a vuelos charters a los inmigrantes del Canal para deportarlos y hacinarlos en unos campos cercados de Ruanda (que no es precisamente la meca de los derechos humanos). Hasta el conservador The Times lo ha criticado. Pero una vez más, las iglesias cristianas se han erigido como el faro de conciencia. La jerarquía católica británica lo ha expresado así: «Nuestra fe cristiana exige una respuesta generosa a los demandantes de asilo, cuya dignidad tenemos que defender. Esto es una vergüenza, ilustrativa de lo que el Papa Francisco llama 'la pérdida de sentido de responsabilidad con nuestros hermanos, que debe ser la base de cualquier sociedad civilizada'».

Da pena ver a un gañán populista robando el alma de Inglaterra, invocando fantasmas exteriores para no hacer lo único que tiene que hacer: dimitir por haber mentido al Parlamento y al pueblo.

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