La pesadilla «pulse 1, pulse almohadilla…»
En este país cada vez que tienes que hablar con una empresa de servicios o arreglar una chapuza doméstica hay un lío
Se nos rompió la puerta de casa, un piso alquilado por el centro de Madrid. Dos meses después, la inmobiliaria tuvo a bien mandar a un experto cerrajero para encajarla y dejarla en regla. Cuando afrontas una chapucilla en casa siempre partes de un axioma: llegarán tarde. Así fue: 40 minutos de retraso. Concluida con éxito su intervención, llegó el momento de pagar. Resultó que el jovial experto no admitía pago con tarjeta, «solo metálico». ¿Por qué? Pues es evidente: dinero negro para escaquearse del fisco.
Le pagué, qué remedio. Pero yo no tenía la cantidad exacta y el hombre carecía cambio. No le preocupó: «Conozco un bar aquí abajo donde me cambian. Tú no te preocupes, que ahora vuelvo». Allá se fue. Pasó un cuarto de hora. Pasó media hora. No regresaba. Por fin, cuando ya pensaba que lo había raptado el Daesh, reapareció con una sonrisa feliz: «Es que paré a tomarme un pincho de tortilla. Está buenísima en ese sitio». Y entonces, nuevos problemas: «Uy, ¡coño!, que me he dejao el cambio en la barra». Y se vuelve a pirar al bar… Media mañana con aquel paisano para un simple arreglo.
En España siempre surgen líos con los servicios de asistencia doméstica, incluidos los de las grandes multinacionales, que recurren a subcontratas de escasa formalidad. Podría escribir un libro de memorias sobre los jaleos con los del wifi cuando me he mudado de casa. Lo mismo ocurre con las eléctricas. Un amigo que está instalándose en su nuevo piso se siente un orangután ante el reto de dar de alta la luz: «Mira, tío, soy licenciado universitario. Me considero una persona de inteligencia normal. Me defiendo bien en la vida. Pero no he conseguido entender lo que me piden los de la eléctrica. Hay que ser ingeniero. Es misión imposible».
Toda esta mala atención resulta especialmente desquiciante para los ancianos. «Pulse uno, pulse dos, pulse almohadilla… ¿Pero qué es esto? Ahí estuve, hablando con una máquina sin entender ni papa. Hasta que ya me harté y colgué», me cuenta mi madre, de 84 años, desesperada tras intentar una simple gestión sobre su contador doméstico.
El problema es general. El otro día, un tren en el que iba a viajar estaba retrasado por un incendio forestal. Busqué información en Renfe. Me costó 20 minutos hablar con un ser humano. Cuando lo logré, mi interlocutora no tenía ni flores, ni sabía decirme a quién recurrir. Era una teleoperadora de acento extranjero, que respondía acorde a una plantilla, como un autómata sin recursos para ayudar.
También se ha deteriorado de manera lamentable el trato en las sucursales de los bancos, muchas con horarios restringidos, o cajas vacías mientras se obliga a los clientes a hacer largas colas, perdiendo su tiempo miserablemente.
Todo esto, que pueden parecer quejas refunfuñonas de abuelo Cebolleta, refleja un país que no funciona bien en lo más básico. Hay poca formalidad y demasiada dispersión. Solo se ve diligencia a la hora de abrasar al respetable con las ventas a través del móvil, asaltando tu privacidad con llamadas intempestivas. Pero una vez captado el cliente, la atención cae en picado: sintonía de espera y contestador automático.
Las cosas todavía empeoran en el sector público. Hoy cualquier gestión con la Seguridad Social es sumergirse en una novela de Kafka. En cuanto a las ayudas que pregona Sánchez, al final la mayoría se extravían en una jungla inextricable de burocracia.