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Desde la almenaAna Samboal

Merkel se equivocó

Las bolsas bailan desconcertadas y descontroladas al ritmo de cada ocurrencia que sale del Kremlim. Si dicen que habrá suministro, suben en vertical. Si, posteriormente, alegan que le falta una turbina, caen a plomo. Los estrategas de Putin deben estar carcajeándose

Actualizada 03:07

La Navidad del 2006 fue especialmente cruda en el norte de Europa. Moscú cortó el grifo del gas que enviaba a través del tubo de Ucrania y dejó a varios países literalmente a oscuras durante días. Una disputa en la negociación del precio, que Gazprom quería multiplicar por cinco, fue el argumento o la excusa que esgrimió para dejarles con velas y tiritando. La respuesta de Europa no se hizo esperar. En el marco de una de sus cumbres, los jefes de Gobierno agasajaron e invitaron a Vladimir Putin a una cena en la que Angela Merkel se mostró especialmente solícita con el sátrapa ruso. Las lisonjas surtieron el efecto deseado, acabó firmando los contratos para construir los dos gasoductos que llevan el gas directamente a Alemania. El rico Berlín podía estar seguro de que sus fábricas estarían bien abastecidas. Tan seguro como que, a golpe de populismo, cuando estalló el accidente de Fukushima, no tardó en decretar el cierre de todas sus centrales nucleares. No había de qué preocuparse, con Schroeder en el consejo de Gazprom, el gas estaba garantizado. Hasta hoy.

Alemania es envidiable por múltiples razones, pero los alemanes también se equivocan. Avergonzados por el escándalo de los motores trucados de Volkswagen, han sucumbido a las presiones de los estados nórdicos, condenando al carbón y al diésel antes de tiempo, cuando no estaba asegurado el relevo. Prepotentes a la hora de diseñar la Unión Monetaria sobre la base de su sólida divisa, el marco, han tenido que rescatar a los países del sur de Europa, cuando los graves desequilibrios que generaron amenazaron con hacer saltar por los aires el euro en la crisis de 2008. Siendo la primera economía industrial, la locomotora, han entregado alegremente a Moscú la llave de su seguridad energética. Las bolsas bailan desconcertadas y descontroladas al ritmo de cada ocurrencia que sale del Kremlim. Si dicen que habrá suministro, suben en vertical. Si, posteriormente, alegan que le falta una turbina, caen a plomo. Los estrategas de Putin deben estar carcajeándose.

Si a los Estados del norte les preocupa el gas, los de la ribera mediterránea o el sur se sienten abandonados a su suerte ante las oleadas de inmigración irregular procedentes de África o los fuegos del verano. En 2016, sólo en España, los incendios liberaron el CO2 equivalente a la cuarta parte de lo que emite toda la actividad alimentada con combustibles fósiles. Son un problema medioambiental y un desafío económico de primer orden: contaminan, cuestan dinero y condenan a la pobreza a enormes áreas de territorio durante décadas. Son también un problema europeo, tanto como la escasez de gas en el invierno que amenaza a Alemania y que, gracias a la ocurrencia de Bruselas de estrangular la actividad industrial, puede acarrear una recesión más profunda que la que ya está descontada.

La política industrial, la monetaria o la fiscal se han hecho en Europa, durante años, en base a las necesidades de Berlín, porque sin ellos se cae el modelo. Pero la Unión es más rica, grande, heterogénea y compleja. O contemplan esa realidad o sus ciudadanos dejarán de creer en ella.

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