Dos años
El Rey es flexible –no tiene más remedio– con las barbaridades de Sánchez y su acoso a la unidad de España. Pero con su padre aplica la inflexibilidad. Se lo han exigido, y esa exigencia es tan injusta como antipática
El Rey Juan Carlos I ha cumplido dos años de voluntario exilio y obligado olvido.
Se estudia el indulto a la condena de los dirigentes socialistas andaluces acusados y sentenciados por permitir el robo de 680 millones de euros –los primeros– a los trabajadores de Andalucía. Se indulta a los asesinos de la ETA o, en su defecto, son trasladados a prisiones administradas por el Gobierno vasco, que no duda en concederles toda suerte de beneficios penitenciarios. El derroche y abuso del dinero público por parte del Gobierno de Sánchez supera los límites del escándalo. El separatismo catalán impone al Gobierno de España la pauta del soberanismo. Pero el Rey Juan Carlos I no puede volver a España cuando, en los dos años de su ausencia, España ha empeorado en todos los sentidos.
El Rey alejado jamás ha pretendido, después de su abdicación de la Corona, interferir en el Reinado de su hijo y perjudicar a la Monarquía. Y menos aún, a España. No exige vivir en la Zarzuela, ni ser protagonista de nada. Simplemente, un español que desea vivir en su patria y morir en ella, después de haber impulsado su libertad, la Constitución, los derechos humanos y ser el mejor embajador de España durante cuarenta años. Su discreción en la lejanía es un ejemplo diario de lealtad a su hijo y a lo que el Rey Felipe representa.
El Rey es flexible –no tiene más remedio– con las barbaridades de Sánchez y su acoso a la unidad de España. Pero con su padre aplica la inflexibilidad. Se lo han exigido, y esa exigencia es tan injusta como antipática. Más aún, antipatiquísima.
Todos los presidentes de Gobierno disfrutan de las ventajas institucionales y protocolarias de los presidentes del Gobierno. El Rey Juan Carlos ha renunciado a todos sus privilegios. Quiere vivir en España, fuera de la contaminación política, cerca de los suyos y de sus amigos. Don Juan Carlos cumple sus promesas y jamás intentaría influir con su autoridad, ganada durante su brillante Reinado, en cuestiones, importantes o no, ajenas a su nueva situación. Pero sin haber cometido delito alguno, entre el buen Rey que soporta toda suerte de desafectos y el nefasto presidente del Gobierno que sueña con ser el presidente de la Tercera República, lo mantienen en la lejanía. El Rey Felipe es tan correcto, tan estricto en el cumplimiento de sus deberes, tan exigente consigo mismo, que quizá no intuye del todo las maniobras infectantes e infectadas del sinvergüenza de su presidente del Gobierno para terminar con la España Constitucional de 1978 y proclamarse presidente de una República socialcomunista, con el mapa de España mutilado, saqueado y gobernado desde el odio.
Cuidado, que mucho de eso está sucediendo.
Pero un español de 84 años y libre de toda culpa no puede venir a España, vivir en su país y estar cerca de los suyos.
Y más aún, un español que abrió a España a las libertades, los derechos humanos y la modernidad.
No puedo entenderlo.