La inviolabilidad de Sánchez
El presidente ha descubierto e impuesto a la inviolabilidad 'a posteriori', convirtiendo el abuso en derecho con una perfecta manipulación de las instituciones, la ley y la opinión pública
La inviolabilidad del Rey ha sido esgrimida, de unos años para acá, como excusa para atacar a la Corona: se presentaba como una invitación al delito impune, cuando es una simple herramienta para proteger al Estado de cualquier mamarracho que quiera hacer fortuna pleiteando contra el inquilino efímero de la institución.
Los aforamientos políticos también responden a esa lógica protectora: no se trata de que determinados cargos públicos tengan impunidad, sino de que el encargado de juzgarlos sea el Tribunal Supremo para esquivar el abuso espurio de la justicia como herramienta para acabar con carreras políticas en un país que ha hecho de la acusación una condena firme.
Los abusos y errores de Juan Carlos I, que son tan evidentes como ínfimos al lado de sus aciertos y no merecen la pena de destierro impuesta por los mismos que liberan a terroristas, indultan a golpistas y se asocian con malhechores; han hecho prosperar la especie de que a Felipe VI han de retirarle ese escudo protector, con Sánchez en la misa de rechazarlo y en el repique de alimentarlo, con ese doble juego tan suyo de salvar lo que primero ahogas para fijar en la Zarzuela la idea de que le debe una.
Pero sobre todo han desviado la atención sobre la única inviolabilidad que, de manera oficiosa pero implacable, sí se ha impuesto poco a poco en España: la del propio Pedro Sánchez y los suyos, lograda a golpe de telediario, de decreto, de reforma, de incumplimiento, de asalto o de indiferencia contra todo aquello que la impide.
La previsible concesión de un indulto a Griñán, que ha cometido un delito mucho peor que el tradicional choriceo comisionista pues el suyo pretendió conculcar la democracia dopando electoralmente al PSOE con dinero de los parados, culminará el gran invento sanchista para lograr la impunidad: la inviolabilidad sobrevenida, resumida ya en un sinfín de casos y condensada en un abordaje a la Justicia sin precedentes en ningún país occidental.
Porque despreciar al Tribunal Constitucional, ignorar a la Audiencia Nacional, saltarse al Tribunal Supremo, invadir el Poder Judicial, pisotear al Consejo de Transparencia o paralizar el Parlamento son la manera, por la puerta de atrás, de concederse impunidad o de concederla caprichosamente a los suyos.
Y legislar para que todos esos abusos se conviertan en derechos es la manera, predemocrática, de cubrirlos de una pátina de decencia y legalidad que no tienen. Sánchez no es inviolable a priori, pero sus excesos sí están siendo inviolables a posteriori, con una perfecta estrategia que somete a la opinión pública a una cadena eterna de excesos para anestesiar su capacidad de reacción ante cada uno de ellos: antes de digerir el primero, ya está en marcha el segundo y luego el tercero, en un bucle inacabable que impide contestarlos y frenarlos en tiempo real y termina por legitimarlos todos.
Chateaubriand, que se tiró media vida peleando contra el horror revolucionario o napoleónico en la Francia indomable de finales del siglo XVIII y principios del XIX y legó sus imprescindibles «Memorias de ultratumba», decía que el poder atraviesa siempre una fase de servicio, otra de privilegio y una última de abuso.
De la primera nada se sabe en el caso de Sánchez, firmante de una hoja de servicios ruinosa desde antes de llegar como una plaga egipcia, pero en las dos segundas se mueve como pez en el agua. Aunque su estanque sea fétido como una cloaca de extrarradio.