La comisaria de Asuntos Uterinos
Con Montero no existe el sexo biológico, el hombre es sospechoso, la mujer, una víctima indefensa y el embarazo, una enfermedad a curar
Una niña de 16 años no puede beber cerveza, comprar tabaco, irse de excursión escolar sin permiso paternal, conducir o votar, entre tantas limitaciones razonables; pero podrá abortar sin el conocimiento de sus padres, según el anteproyecto de la nueva Ley impulsada por Irene Montero, que lleva una legislatura gloriosa.
Con ella de ministra, un hombre podrá convertirse en mujer en cinco minutos rellenando un formulario en el Registro Civil, una mujer podrá acceder a una paga o la prejubilación si Asuntos Sociales la declara víctima de maltrato sin sentencia ni denuncia; un chavalín podrá hormonarse y mutilarse de manera irreversible si siente que su sexo real no coincide con el biológico a una edad en la que nada coincide con nada hasta que la madurez responde por si sola a las dudas y, entre otras maravillas, las menores podrán interrumpir sus embarazos en centros públicos dotados de «listas negras» de médicos objetores de conciencia.
En el universo de Montero, que ya es del Gobierno entero, el hombre es sospechoso, la mujer una víctima, el sexo biológico una imposición cultural, las adolescentes deben abortar y a los niños hay que educarles desde pequeñitos en las escuelas en todo ello, para que no se desvíen, incorporando al programa lectivo las enseñanzas necesarias para que adquieran esa cosmovisión sectaria, nihilista y con matices mengelianos de la vida.
Aprobar otra Ley del Aborto en uno de los países del mundo con mayores problemas de natalidad es ya de entrada una cruel ironía, similar a la de impulsar la eutanasia en plena pandemia con los mortuorios rebosantes. Y bautizarla como Ley de Salud Sexual desvela la intención final.
No se trata de gestionar de la mejor manera posible un acontecimiento tan traumático como renunciar a la vida que tú mismo has engendrado, impulsada por la dura certeza de que, cuando la política no puede garantizar la eliminación de una realidad, las dos únicas opciones son abordarlo con garantías o hacerlo más clandestino y peligroso con prohibiciones inútiles.
Una máxima dolorosa, sin duda, que vale por cierto para la prostitución: si la abolición no acaba con el fenómeno, la única consecuencia práctica de la prohibición impulsada por este Gobierno será que se practique en peores condiciones, con más riesgos y con menos protección.
La idea de esta Ley no es, pues, atender mejor a quienes decidan renunciar a la maternidad, tras haberles ofrecido todas las alternativas posibles para que desechen la idea: su inclusión en una Ley mayor con la que Montero se erige como instructora nacional de sexo y reproducción, en una especie de Comisaria General Uterina, es estigmatizar el embarazo y presentar la maternidad como una especie de tara incompatible con la realización femenina plena.
La mujer de Montero, para serlo, ha de librarse de las ataduras reaccionarias que ella ha venido a romper: de ese hombre que es potencialmente un agresor; de ese niño que será un lastre y de esa escuela que nos mete en la cabeza las peores ideas sobre la igualdad de sexos, la práctica sexual, la importancia de la familia o la propia identidad sexual.
Ninguno de los problemas que dicen inspirar a Montero, algunos tan graves como los delitos sexuales y otros tan evidentes como la desigualdad aún persistente, mejoran con el catálogo de leyes impulsado por su delirante Ministerio y rubricado, no lo olvidemos, por Pedro Sánchez y todo el PSOE.
Seguirá habiendo las mismas víctimas, pero se extenderá el listado de falsos culpables para sostener una macrogranja ideológica dotada de ingentes recursos públicos desde la que librar una guerra de sexos ficticia más propia de un libro de Orwell o de Huxley que de un país moderno.
Lo que no hará Montero nunca es impulsar la alternativa al aborto que, antes de promocionarlo, debiera plantearse a cualquier embarazada, resumida en una pregunta que ella misma, en persona, podría formular: ¿Perderías a tu bebé si tus circunstancias, trabajo, casa, comodidades y salario se parecieran un poco a los míos, que tengo tres hijos?
Convertir el último recurso en el primero, en un país sin niños, no es ayudar a las mujeres: es aprovecharse, una vez más, de su desesperación.